Muchas veces por cosas de la
vida llegan a nuestras manos obras que bien podrían estar condenadas al
olvido.
Hace años, recién graduado, llegué a un pequeño poblado inmerso en la cordillera colombiana, allí iniciaría mi
rural, con tremendas expectativas por esa nueva experiencia. Y una de esas
expectativas era la rubia preciosa y pendenciera que allí trabajaba como odontóloga, o al menos eso era lo que me había comentado
un médico amigo que conocía la zona.
Mientras viajaba por carreteras
maltrechas en una chiva destartalada, me imaginaba en mi futura vida
profesional, de parranda y jolgorio continuo, acolitado (y quien sabe que más)
por mi compañera laboral. Después de las
3 o 4 horas de viaje al fin llegué a mi destino, un caserío de 3 calles con la
soledad típica de todos los pueblos a las 11 de la mañana. Me dirigí al puesto
de salud y me presenté ante el médico
saliente. Este amablemente me presentó mi nuevo equipo de trabajo, y tamaña
sorpresa me lleve cuando del consultorio de odontología no salió la venus
libertina que me habían pintado sino un señor cincuentón, con principios de
calvicie y un típico acento paisa.
– ¡mucho gusto hombre!-
Me saludó y me dio la mano efusivamente.
Me saludó y me dio la mano efusivamente.
De toda aquella serie de
elucubraciones mentales que había tenido no quedó nada, que mala suerte la mía, pensé.
Su nombre era Eduardo Enrique Gil Cataño, y aunque nunca me acolitó ninguno de mis pendencieros planes, pues no gustaba de parranda y menos del trago, si fue una de esas personas que por fortuna muy de vez en cuando se encuentran en la vida.
Artista hasta los huesos, formaba parte del reconocido DUETO ENSUEÑOS (desconocido para mi) ganador de no sé cuántas veces el Mono Núñez y otro montón de concursos nacionales e internacionales de música colombiana. Curiosamente como maestro de guitarra era pésimo. según me contó, la había aprendido a tocar a oído, y para enseñar guitarra a oído a un rockero la cosa se ponía complicada. Lo suyo era el canto: cantaba al desayuno, al almuerzo y a la cena. Y cuando no cantaba narraba anécdotas e historias (algunas repetidas y parecía no darse cuenta, cosas de la edad pensaba yo), vaya uno a saber si eran ciertas.
Fueron días de trabajo agradable, de tertulias diarias, bien podían ser en la cabina de la ambulancia, junto a palomino el conductor o en la sala del puesto de salud. De el aprendí a criticar como lo hacen los abuelos, también seguí sus fieles enseñanzas en métodos y tácticas para “volarse” del trabajo (en términos médicos seria fistulizarce), aprendí a escuchar y degustar la música colombiana, que hasta esa fecha solo me era tolerable en almuerzos y presentaciones de colegio. Y me enseñó esa manía de iniciar proyectos porque si, solo por la razón de mantener la mente ocupada, como lo fue crear un ajedrez en mármol del cual solo hizo medio tablero y dos peones, o crear pequeños lagos en el patio para criar peces ornamentales de los cuales solo cavo dos o tres huecos sin forma, en los cuales al final sembró cilantro que nunca creció, cortesía de los pájaros y las hormigas. Sin contar con los experimentos culinarios con menudencia de pollo y maíz pira que mejor ni me acuerdo.
Fue en una de tantas charlas en la que
me habló sobre su padre, un señor aún más díscolo que él, alcalde de Cañasgordas al cual siempre describió como un patriarca casi macondiano. Entre una
historia y otra me regaló un libro, bueno… en realidad un archivo de Word, donde
el viejo, antes de morir había dejado plasmadas sus memorias. Lo leí meses después, 172 páginas donde Domingo Gil narraba su vida desde cuando era un mocoso desarrapado hasta
sus últimos apuntes ya en los 90s. Le pregunté si lo habían publicado, si mal no estoy me dijo que no, pero que sí pensaba hacerlo. No sé si lo hizo, a los
pocos años Eduardo murió víctima de un cáncer
renal, recibió a la señora muerte cantando, como siempre había querido.
PD: Hoy me enteré que nació su primera nieta, ¿Qué bambuco le habría dedicado?
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