latecleadera

martes, 30 de junio de 2020

Inmortalidad





No somos inmortales, de eso estoy casi seguro (el beneficio de la duda)

Me gusta pensar en la inmortalidad y alejarme de aquello llamado eternidad; esta última es abrumadora, asfixiante, con una inevitable tendencia al orden cual si fuera el peor de los castigos. La gran maldición es llegar a ser eterno, es el motivo por el cual aquella cosa llamada Dios se comporta de manera tan descabellada. 

La inmortalidad invita a un premio, trasciende la muerte sin que ello niegue que hay algo de finitud en ella, devela un fin (y por ende un principio), un merecido terminar, algo necesario, tan necesario para la existencia como el hecho de nacer.
 
Por siglos nos han vendido la idea de que la muerte no es el fin sino un nuevo inicio, si es eso cierto entonces no es muerte, ¿qué sentido tiene llegar al punto final para saber que otro camino aún más extenso se despliega al frente? La muerte es la justa recompensa que la naturaleza dio a sus creaturas, una necesidad de vida, aunque suene paradójico. 

 ¿Y entonces de dónde el terror hacia ella? 
¿Teme el perro anciano a su último día? 
¿Desvela el último aliento al búho en la noche? 

Tememos al dolor, el dolor que sirve de preámbulo al último acto vital, dolor que a lo largo de toda la vida hemos tratado evitar; nos aterra, nos duele el dolor, por ello quienes están acostumbrados a él apacibles acogen su final; esa desazón, esa incertidumbre, ese erotismo que se desprende del inherente anhelo de la tumba. 

Durante milenios hemos sido engañados con el peso de la conciencia, con el deseo en cada acto, con el futuro al frente conjugándose con el pasado, sin un presente...  Conciencia, yo, alma, espíritu, ego, solo son formas de llamar a una mentira que tiene que encajar entre lo que fue y lo que viene. Generaciones incontables desperdiciadas, absortas ante la realidad de ver cómo aun no entendemos el hecho de saber que no estamos aquí sino en un limbo entre aquello que ocurrió y de lo cual no podemos tomar nada y aquello que vendrá, sin saber qué es, sin que se pueda al menos  palparlo ligeramente; la vida es  bruma, un espejismo, una serie de operaciones probabilísticas que requieren de tiempo, mucho tiempo para eventualmente poder ser. 

No solo tememos al dolor, tememos a que nos falte tiempo, cada día que pasa en ese ilusorio estado que medimos con manecillas y calendarios nos desnuda, dejándonos expuestos a nuestra más simple naturaleza animal; somos el mismo perro, el mismo caballo, el mismo búho y el mismo ratón pero con la capacidad de entender (o pretender entender) el tiempo. 

¿Para qué la inmortalidad si en ella se pueden diluir todas mis probabilidades?  solo necesitamos el tiempo justo, el que recibimos en un recipiente al nacer y que día tras días desparramamos en rutinas y deseos irrelevantes. 

No quiero la inmortalidad que venden las religiones, una esclavitud disfrazada de felicidad, no creo que sea real, solo es esperanza sin sentido, sin justicia. No merecemos ser inmortales, tal vez podamos serlo, tal vez fragmentos de nuestro yo queden sueltos en un universo aun inexplicable como ráfagas de sueño en la madrugada. Bucles de situaciones, deseos atrapados en las ramas de los días... solo eso quedará de nosotros, pero de todas formas, algo completamente finito, simples atajos para robar tiempo cuando el cuerpo no pudo soportarlo más. 

Tal vez seamos inmortales en la medida en que seamos capaces de alcanzarlo, millones de vidas a lo largo de millones de años recicladas en los engranajes del universo, supongo que ocasionales yo trascendiendo la carne, esquivando el nirvana, despertando de la mentira del mas allá. 

La inmortalidad no es un regalo, es un premio, un premio extremadamente difícil de conseguir, y lo principal para adquirirlo es el saber para que lo quiero tener.