Un día cualquiera, cuando mi hijo llegó de la escuela y antes que se sentara frente al televisor a ver sus programas de siempre, le hice la pregunta protocolaria y obligatoria que me imagino todos los padres les harán a sus hijos.
¿Qué vieron hoy en clase?
El con sus cinco años y pico como dicen las abuelas, mientras tomaba algo para comer y se acomodaba en un sillon, me respondió con la mayor naturalidad posible
¿Qué vieron hoy en clase?
El con sus cinco años y pico como dicen las abuelas, mientras tomaba algo para comer y se acomodaba en un sillon, me respondió con la mayor naturalidad posible
– Sexo romano-
Ante la respuesta guarde unos segundos de silencio, mientras las neuronas decidían si lo que había escuchado era lo que había escuchado, y luego de analizarlo concienzudamente, estas (las neuronas) decidieron que lo mejor era preguntar de nuevo, por si las moscas.
¿Sexo romano? Pregunte precavidamente.
– si sexo romano- volvió a responder. Y como si nada siguió viendo tv.
Sabia que yo ya no era un jovencito (aunque algunas señoras en consulta me digan lo contrario) y que los tiempos cambian, pero… si mal no estaba, mi inducción al increíble mundo de la reproducción animal había ocurrido por allá en 5º primaria, con todo y libro de biología, con un espermatozoide que parecía un micrófono y del cual había sacado un chiste. Y la parte de la sexualidad, las relaciones de parejas y todo eso, solo ocurriría en el colegio, cuando algunos de mis compañeros habían dado sus primeros pasos (otros ya habían corrido una buena maratón) en la materia, yo me excluía del grupo, mi timidez solo me daba para quedarme con las ganas…en fin. Pero volviendo al tema; que la nueva ley de educación fomentara el temprano aprendizaje y la convivencia y todo lo demás, pues era comprensible. Pero a escasos cinco años, ¿ya tocando temas de sexo y precisamente romano? Caso extremo habría aceptado el sexo hindú, el chino o el chibcha, que a todas estas no tengo ni idea en que se podrían diferenciar. Pero es que los romanos son los romanos. Pasaron por mi cabeza escenas de la película Calígula, los frescos pintados en muros y las variadas historias que había leído y escuchado sobre sus gustos y preferencias. Y por mas que lo intentaba, la asamblea general extraordinaria de neuronas en mi cerebro no lograban llegar a un punto claro sobre como cuernos la profesora les explicaría a estos infantes eso del papel dominante del hombre romano en la relación sexual, no importase si fuese hembra o macho, o sobre leyes tales como la "Lex Scantinia", "Lex Iulia y Lex Iulia de vi publica", sobre las escenas de los baños u otro montón de cosas, que por los clavos de nuestro salvador no quiero ni nombrar.
Sabiamente preferí no preguntar más, no fuera ser que me salieran con cosas peores. Y como todo buen hombre de la casa hice lo mas sabio…. Esperar a que mi esposa llegara. Cuando ella regresó, discretamente -no fuera a darle un vahído- le comenté lo sucedido. Ella fresca como una lechuga me aclaro todo. Eso del sexo romano nunca se había tocado, al menos en clase; vaya uno a saber que comentaran esos mocosos en los corrillos de recreo (el ladrón juzga por su condición) lo que había pasado era que el colegio había invitado a un escritor bogotano de cuentos infantiles y este había hecho su visita ese día. Su nombre CELSO ROMAN, y algunas de sus obras, que días después habría de conseguir como tarea son: el abuelo armadillo, la comadreja robagallinas o los fantasmas de mi cuarto…. Nada que ver con la época antigua.
Cuidado no vaya a resultar haciendo un disfraz de "castor" por "pastor" el próximo diciembre.
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