latecleadera

sábado, 25 de noviembre de 2017

Aves del Huila



Solo en contadas ocasiones reparo en los sonidos agudos  y en desordenada armonía que múltiples animalejos emplumados desperdigan por los árboles que quedan cerca a mi casa o a lo largo del camino hacia el trabajo.

Aunque en ocasiones su canto tiende a ser un poco monótono, logran transportarme a las épocas de mi niñez cuando en la casa vieja   los conciertos en las ramas de los árboles eran el pan de cada día.

Mi tía abuela tenía como afición  coleccionar plantas de flores y pájaros cantores.  Ahora puede que me resulte un poco chocante ver estos animales enjaulados, pero en aquellos tiempos lo consideraba algo normal.  Teníamos   una docena de torcazas que correteaban por el patio y que poco a poco desaparecieron a expensas de los gatos de las casas vecinas,   debo confesar que fue un alivio, pues al caer la noche había que meterlas a una jaula inmensa y guardarlas;  al principio fue una labor divertida para un niño de cinco años pero con el paso de los días la diversión se trasformó en trabajo y perdió su encanto.

esta solo era una parte de aquel zoológico casero,  sin incluir las dos  gallinas ponedoras  que vivían en un  chiquero de alambre y madera,   se contaban unas seis jaulas colgadas en el corredor donde habitaban distintas aves;  los “inquilinos” más frecuentes  fueron los toches y las mirlas que por años nos acompañaron;  de los toches dos murieron de viejos y dos escaparon, aves que aparte del colorido canto tenían una increíble inteligencia, y hasta cierto punto socializaron con los habitantes de la casa, o mejor,  con la dueña de la casa pues a mí solo me esperaba un doloroso picotazo.

Las mirlas y embarradoras  aunque no eran coloridas como sus vecinos tenían a su favor la multitud de tonalidades en su canto,  y fue una de ellas la última inquilina de la casa,  salió de su jaula con rumbo desconocido pocas semanas después de la muerte de mi vieja  y podría jurar que durante varios meses revoloteó por las ramas de los naranjos del patio en espera de la llamada de su antigua ama. Los azulejos, cardenales y bichofues  fueron habitantes temporales, pero su carácter un tanto salvaje y pendenciero fue causa de su rápida fuga.   El iracundo loro llamado Roberto (como muchos loros) desapareció poco antes de la muerte de mis tíos, no recuerdo si murió de viejo o simplemente alzó vuelo y se perdió en las arboledas que rodeaban el pueblo.

En un día cualquiera, si se apagaban todos los aparatos eléctricos y uno se sentaba en la silla mecedora de la sala,  veía como los azulejos formaban pleitos en las ramas de los naranjos vecinos, mientras cardenales bajaban en picada al borde de la alberca en busca de su ración de banano;  los bichofues llegaban en la tarde, cazaban alguna cucaracha del jardín, proclamaban su proeza y salían raudos sobre los techos, mientras algún cucarachero  recorría a saltos cortos la tapia en busca de hormigas.  Los pichortis hacían nidos en las ramas altas de los golgotas  mientras colibrís golpeaban con fuerza su reflejo en el espejo,  en lo alto decenas de chulos surcaban el cielo con parsimonia  y al caer la noche una algarabía  insoportable de pajaritos amarillos  despedían el día con un agudo y monótono canto.  En las noches, cuando todo el mundo dormía  se escuchaba el grito de alguna anónima ave cruzando el cielo,  no sé si  lechuzas, búhos u otra ave nocturna.  En ocasiones, cuando visito   la casa vieja y la media noche se acerca, estas aves sempiternas sueltan sus graznidos bajo el manto de estrellas, como brujas díscolas de esas que narran los cuentos de los abuelos.



Estas son algunas de las aves capturadas por la lente de un paisano en las tierras de mi pueblo,  los tiempos cambian, y ahora una actividad en aumento es buscar estos animales y  disfrutar de su presencia en la libertad de la naturaleza.