latecleadera

domingo, 25 de mayo de 2014

Oh siervo, hermano mio...si tu supieras....



Un día cualquiera  una señora con rostro de angustia y manos inquietas ingresó al centro de salud del pueblo en el que trabajaba  y  con voz baja  me pidió humildemente que visitara a su padre (¿o esposo? No recuerdo bien) que se encontraba en delicado estado de salud en su casa.  Eran buenos tiempos y buenos lugares, lejos de los dominios de auditores, EPS, jefes psicorrigidos y agendas contrarreloj.  Envolví el fonendo en el tensiómetro y salí con aquella mujer en busca del paciente. No quedaba lejos, era un caserío pequeño de calles empolvadas, gentes apacibles, rodeado de montañas abruptas, bosques floridos, aves cantoras, insectos multicolor, ríos cristalinos y como diría Nacho Vidal, dos o tres guerrilleros ocultos en matorrales.

Entré a la casa, una casa vieja como pocas,  subimos al segundo piso donde el anciano yacía.  La señora en tono preocupado me explicó que a don Juan (para darle un nombre) hacia pocos días lo habían operado de la próstata  por un cáncer avanzado  y  desde la noche anterior el dolor abdominal se había intensificado, quería saber si podría haber sido alguna complicación secundaria al procedimiento.  

Juan tenia mal semblante, caquéctico y estuporoso  respiraba con dificultad en la cama.  Hice algunas preguntas de rigor (debí haber realizado la anamnesis completa me hubiese ahorrado sorpresas) tomé  los signos vitales  y lo descubrí para observar la herida quirúrgica.  Temía estuviese cursando con alguna infección de sitio operatorio o sepsis abdominal.  Su abdomen excavado y de piel acartonada subía y bajaba con cada respiración,  pero no había nada, ni una sola herida. 

-¿Le hicieron la prostatectomia transuretral?  Pregunté entre duda y aseveración.

Ella, mirándome confundida por tanta palabrería técnica no me dijo nada, solo  dejó escapar una expresión de  interrogación.  

– Le sacaron la próstata por el pene con un tubito-  aclaré. 

Y  me contestó de forma contundente.  

- no doctor fue una operación de las normales-

-¿Segura?-

-Sí, segura.-

Volví los ojos al abdomen tratando encontrar la linea de la incisión o como mucho una pequeña cicatriz del procedimiento; pero no había nada, ni una miserable estría que me diera una pista. Rápidamente repasé  todo lo poco que sabía sobre urología y por ningún lado encontraba el tipo de procedimiento que se le habían realizado. 

¿A qué horas se inventaron una nueva técnica? Pensé

tendré que pasar por la vergüenza y decirle a la señora que eso era nuevo para mí, como cuando la gente llegaba con fórmulas de medicamentos de marca comercial y uno como fiel producto del sistema solo los conocía por su nombre genérico. Le miré la espalda, la región lumbar, los muslos, la ingle, y por enésima vez su región abdominal y nada, no había nada. 

La señora al verme cual mecánico pintando uñas, sonriente (¿?) me aclaró:

No doctor, es que a él lo operaron espiritualmente, el siervo Gregorio le sacó la próstata espiritualmente.


Mil cosas pasaron por mi mente, mientras mi cara de estúpido bien podría haber servido como meme de Facebook.   Respire profundo y le dije que yo de ese “campo” de la medicina  poco sabía.  

Juan  solo estaba en manejo paliativo para dolor, un cáncer metastásico había hecho de las suyas  y el pobre viejo tenía los días contados. Les di algunas recomendaciones sobre el manejo del paciente terminal y ajusté la dosis de analgesia que sabiamente “el siervo” había suspendido.  Eran personas sencillas, honestas,  que en la desesperada búsqueda de una alternativa ante lo inevitable habían caído en manos inescrupulosas.   Nunca le dije que el viejo no había sido operado, que todo había sido un macabro acto de teatro, suficiente era tener un ser amado agonizante como para también cargar la culpa de haber sido un nuevo ingenuo estafado.  Juan murió a los dos días. 

–contra la voluntad de dios no hay santo que valga- me comentó la señora.

Qué pensaría José Gregorio Hernández si hoy saliera de su tumba en Caracas y viera el circo que se formó alrededor de su nombre.  Figurita obligada en consultorio de brujos y charlatanes, él,  vestido de traje negro, bigote pulcro, cabeza coronada con un simpático sombrero y expresión alegre, acompañado de ángeles pisando culebras, divinos niños rosaditos y cristos sanguinolentos. ¿Qué pensaría al escuchar su novena milagrera auspiciada por curas y curanderos?.  Qué cara pondría al ver la mafia innominada de médiums y sanadores que haciendo uso de su buena fama, sacan pulmones, tumores, malas sangres, aires malos, lagartijas, cálculos, enderezan huesos  y extraen próstatas a moribundos mientras familiares inocentes entregan sus ahorros a hermanos y hermanas de la misma mala madre. Mercaderes de pobreza más que material intelectual.  Y para completar el cuadro y en aras de la buena rentabilidad del negocio, la santa madre iglesia, decide darle nuevos títulos post mortem que el probablemente nunca llegó a imaginar.  Como el muerto no se puede defender,  el brujo y el cura hacen fiestas en su ausencia.


José Gregorio fue un inminente médico de la sociedad venezolana de finales del siglo XIX principios del XX, científico consumado, impulsó el desarrollo de la ciencia y la educación en su país.  Católico ferviente y posiblemente un sacerdote frustrado, combinó sabiamente aquellas dos corrientes, entregando su caudal de conocimiento al servicio del más necesitado, imitando las acciones de algunos santos y cumpliendo los principios que promulgaba su doctrina. Murió en un accidente de tránsito, como peatón, cuando, me imagino, eso era cosa poco usual (quien contra la voluntad de dios)

Que bueno sería que lo bajaran de los estantes de brujos, viejitas locas y sacerdotes engreídos, y colocaran aquella figurita de traje negro, sombrero redondo y carita feliz en el sitio que le corresponde. Al lado de Galeno, Hipócrates y Esculapio en las facultades de salud.

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