latecleadera

domingo, 17 de abril de 2022

Óleo de mujer con sombrero

 


Por allá en los inicios de la década de los noventa, los fines de semana en la tarde daban una novela juvenil mexicana llamada alcanzar una estrella, que por mucho que los cuarentones de hoy se niegue a aceptar,  todos veíamos por inercia o simple interés.  La cosa es que una ramificación de la rosa y musical historia central trataba sobre los conflictos entre un padre multimillonario (papá del personaje principal) y un hijo díscolo, que posiblemente aburrido de tanto control y opulencia abandonó su hogar y se desvaneció en los arrabales de ciudad de México, viviendo de lo que siempre había querido ser… un gran pintor.  Como todo buen artista plástico, si desayunaba no cenaba, pero a pesar de todo, poco a poco fue levantando fama y curiosamente uno de sus principales mecenas era precisamente su padre, quien sin saberlo sentía un interés particular por sus cuadros de tendencia abstracta (eso se lo explicó a una señora que le preguntó sobre esos mamarrachos dibujados en un lienzo que ocupaba toda la pared posterior de su oficina: “es un increíble y anónimo artista, sus obras son magistrales”…bueno, nunca dijo eso, solo lo recreo porque más o menos eso fue lo que quiso decir).  Pero como el tema de esta entrada no es esa novela ni sus dilemas, solo lo tomo como referencia para explicar el hecho de que al terminar de ver ese capítulo, y lejos de soñar en ser un cantante galán; caminando a eso de las 5 pm por la calle que conducía a la casa de mi abuela, mientras miraba las montañas inmensas que quedaban frente a mí, de un verde oscuro progresivo con la nitidez atmosférica ideal que deja la lluvia reciente y un leve contraste e iluminaciones de niebla en filamentos y vapores algodonosos sobre pastizales y maleza, me prometí que sería un pintor, un gran pintor como el personaje de la novela, con un estudio inmenso repleto de lienzos, pinceles y tarros llenos de color…lo del papá ricachón y los demás problemas los dejaría para una futura reencarnación.  Y desde ese día, cada noche, en la mesita de madera de mi habitación y antes que todas las luces de la casa se apagaran y el cazador celestes se levantara en lo alto del firmamento acompañado del ulular de las lechuzas y las risotadas de las brujas, lápiz en mano y buscando aprovechar cada espacio de las hojas de un cuaderno con paginas limpias del año anterior, dibujaba pequeños bocetos de lo que serían mis futuras y magistrales obras de arte.