latecleadera

lunes, 9 de mayo de 2016

Recordando a mis amigos "los profes"


En mi primer día de clase -me imagino que fue un lunes de febrero- como solía suceder a menudo en mi pueblo, las mañanas eran frías con una densa niebla cubriendo los techos de las casas y desparramándose por la calles sin pavimentar o en el mejor de los casos acompañada de una llovizna tenue y vitalizante.  Ese día no solo hacía frio, sino que la niebla espesa que había retrasado el amanecer  traía consigo la lluvia  con la fuerza suficiente para empaparlo todo y desprender las hojas del samán del parque para luego dejarlas correr en los arroyuelos que se formaban a los costados de las calles. Por suerte mi tía había alcanzado a llevarme al kínder antes que el chapuzón cayera y allí en compañía de otros niños con miradas perplejas y algo despistados, posamos temerosos ante las cámaras y las miradas de no sé cuántos padres de familia que orgullosos acompañaban a sus hijos.  

Esa mañana este introvertido personaje sentado en un pequeño asiento de madera, confundido por aquel alboroto,  llamó la atención de una mujer de sonrisa amable, ojos pequeños y pómulos grandes,  quien pensando que yo estaba a punto de desparramar las primeras lagrimas me entregó un muñeco de tela con forma de chimpancé,  relleno de algodón y con un esqueleto de metal. Lo tomé y lo abracé y en mi curiosidad empecé a buscarle la parte dura que estaba en su interior, de algún modo le saqué un alambre, lo cual me asustó,   cuidadosamente  lo dejé en un rincón mientras con precaución me alejaba del sitio del delito.  Ese fue mi primer contacto con una profesora. Ella era la profesora Nohora, la que se encargaba de los niños más pequeños del preescolar -en los cuales yo no clasificaba- pero que de todas formas había buscado el método para alegrarme el rato. 
Mi profesora era una monja italiana de la orden  del “divino amor”, se llamaba (o llama) Vicenzina, o al menos así le decíamos; a pesar de su carácter fuerte era  cariñosa y amable con sus pupilos, le gustaba el orden y con voz firme lo hacía cumplir, pero también reía  cada rato y puedo jurar que disfrutaba el verse rodeada de mocosos no mayores de 7 años.  Era alta (todos los eran) y tras sus gafas, su velo  y su hábito blanco cubierto con un delantal azul celeste,  ocultó su edad, bien podría estar en sus veintitantos o en sus treinta y muchos o posiblemente en sus cuarenta y pico, un completo misterio,  me imagino que ese es un regalo que  da el dios cristiano a sus sirvientes, el don de la edad indeterminada. 




Para ser monja tenía una maravillosa afición por la música y el baile.  Aunque solo fue un año de kínder  y por razones que se explican en procesos cerebrales complejos sobre percepción temporal,  aquel año fue  un enorme lapso de tiempo, como toda una vida dentro de la vida, la cual  disfrute a no dar más.  Se empecinaba en  enseñarnos cualquier variedad de coreografías  de vals y no sé qué más ritmos europeos, embutiéndonos en trajecitos coloridos ajustados al cuerpo, dando salticos con aros en las manos en unos círculos de color amarillo que había dibujado en la cancha; girando, saltando de derecha a izquierda, adelante y atrás, solo o en compañía de la niña de ojos verdes y cabello rubio,  cada día, todos los días… que suerte tuve que en aquel entonces el reguetón solo era una hipotética pesadilla futurista  y que la monjita poco sabia de ritmos tropicales, cuál hubiese sido mi sufrimiento con cumbias, bambucos, guabinas o  Wisin y Yandel.  Sé que la memoria es poco fiable, pero recuerdo que me enseñó los números hasta el catorce (me percaté de ello cuando en una tarea de matemática descubrí que todas las sumas de 7 +  7 daban lo mismo, ¡era increíble!) también  de su mano descubrí que al pintar la bandera de Colombia, si no se tenía cuidado al repasar con tempera los bordes amarillos y azul aparecería el verde, era como magia.  Posiblemente fue la monja más activa de la comunidad; era la encargada de administrar el preescolar, tocaba el viejo órgano de la iglesia inundando el templo con sonidos graves y sostenidos que despertaban las golondrinas del techo, organizaba el coro de la parroquia  y así como a nosotros nos ponía planas de matemática,  a las señoras les ponía a practicar el canto y trascribir los himnos  de la misa, a nuestro señor Jesucristo se le cantaba bien, bonito y con fuerza. La navidad la engalanaba con todas las de la ley;  guirnaldas y bolas de cristal reluciente, pesebres coloridos, panderetas, moños, villancicos y tunas…si tunas en un pueblo perdido en las montañas.  De algún lugar  sacó un montón de tambores, triángulos, trompetas y trajes coloridos, con los cuales uniformó a los adolescentes del colegio y creó la banda de guerra, al día de hoy no sé cuántas melodías se entonaran, pero la que ella armó, la que organizó en escuadrones de a cuatro, con la marcha de dos pasos adelante y uno atrás, siempre fue la misma,   ceremonial y contundente,  dos o tres melodías repetitivas y vitales como los latidos del corazón; con ella se le daba el toque de importancia y sobriedad a cuanto suceso se desarrollase en el pueblo, desde la celebración de las fiestas patrias hasta la siembra de un árbol.   Lo último que supe de ella fue que viajó (o fue enviada) al Perú, no sé si aún está allí, si aún vive o ya murió.