Él es buda, todos los
budas de esa época eran gordos y de
color negro, no representaban ningún
tipo de idea religiosa ni mucho menos una filosofía, solo eran amuletos de la
buena suerte; generalmente se les pegaba
una moneda de cualquier denominación en su base y se colocaban en algún rincón de
la casa. Este en particular tenía una
moneda de 25 centavos (que ya no está) y su lugar era una pequeña barra de
madera que quedaba detrás de la nevera. Era
una figura intrigante -a pesar de ser una porcelana barata de malos acabados- el hecho de estar oculta, con cierto significado mágico la convertía en un
objeto misteriosamente interesante.
El cristo crucificado llegó a la casa hace muchos años,
tantos que no me acuerdo, creo que fue un regalo de uno de los muchos curas que
pasaron por el pueblo. Me imagino que
fue bendecido, pero no entronizado porque nunca me dejaron jugar con él. Hubiese sido un buen juguete: con su cuerpo delgado, su cabeza grande y su rostro de muerto
resignado habría servido de mil
maravillas para algún personaje malévolo.
Pero no, su puesto estaba encima
de la cómoda de la habitación principal, al lado de los frascos de perfume y
los regalos lujosos y minúsculos. Por años acumuló polvo hasta que la cómoda se
deshizo producto de la carcoma y terminó
en la mesa de madera incorruptible de mi habitación, para luego pasar a otra habitación, a un
nochero que a pesar del gorgojo se niega a desaparecer, allí esta, paciente, con su cruz de madera frágil, tan frágil que parece que se
deshace con solo tocarla. Hace unas
semanas mi hijo menor lo tomó y como buen niño quiso jugar con él, probablemente estrellándolo con algún
carro; como era de suponerse yo le dije que eso no era un juguete y que lo
dejara en su sitio. Por la expresión de preocupación
resuelta del rostro del mesías judío, creo que me agradeció esto.
El fósil pequeño lo obtuve de Marlio en épocas de la escuela
posiblemente producto de algún trueque. Marlio
tenía la ventaja de tener en su casa montones de cosas raras que ni por las
nubes encontraría en la mía, y entre esas figuraban los fósiles. Recuerdo que eran tres, uno se perdió,
debe estar en la casa, enterrado en algún sitio esperando otros tantos millones
de años para que algún niño curioso lo descubra y practique técnicas incipientes
de comercio con él. Como dato curioso
el tercer fósil que tuve era el fósil
más espectacular de todos los tiempos, tan espectacular que no he visto uno
semejante en toda mi vida; lo encontramos con mis amigos de escuela cuando andábamos
por las calles revueltas y en proceso de pavimentación del pueblo, escarbando
en los arrumes de piedras que había por todos lados y que servían como material que le agregaban al
cemento. Cómo terminó siendo mío no lo
recuerdo, posiblemente mis amiguetes pasaron por alto la importancia de aquella
piedra que cabía en la palma de mi mano, de color negro y de consistencia mucho
más dura que las piedra corrientes, en la cual, sobre uno de sus lados tenía la
figura de un puerco espín; con su cabeza, su dorso lleno de púas, su cola larga
y dos patas... asombroso, como si hubiese
sido tallado no por indígenas o cavernícolas sino por extraterrestres. Sobrevivió a mi infancia, sobrevivió a mi
adolescencia y aun en épocas de universidad recuerdo haberlo visto como soporte
de algún tallo torcido de un geranio, luego desapareció. Cada vez que levanto alguna piedra, cambio la tierra de alguna matera o revuelco algún basural de mi casa, guardo la
esperanza de encontrar aquella fabulosa piedrita.
El fósil de mayor tamaño no era mío, era de mis tíos, los
cuales no sabían qué era un fósil. Ellos
decían que era “una piedra de la virgen”
según me contaron, en uno de sus viajes fuera del pueblo, (que hacían con
frecuencia cuando estaban jóvenes) habían
visitado un lugar donde según decía la gente, se le aparecía la virgen María a
una niña -en este preciso momento se me escapa el nombre del lugar, pero creo
que quedaba en el cauca.- Y la parte de
la montaña (porque era una zona rocosa) donde la madre de Dios posaba su etérea
humanidad y de vez en cuando caminaba, estaba formada por ese tipo de roca (que
ellos tenían guardada en una barra de madera cerca al buda negro.) No la habían recogido, la habían comprado,
pues los fieles devotos que acompañaban y protegían a la niña vidente, a todos los peregrinos les permitían llevar un trozo de reliquia del
lugar a un muy justo precio.
Cuando la tuve en mis manos, mis tíos ya dudaban del poder
milagroso de la piedra y empezaban a creer que habían sido estafados; cuando ya estuve más grandecito, les
expliqué que eso no era una piedra corriente, aunque tampoco milagrosa, era la vértebra de un animal prehistórico, ellos asintieron sin entender muy bien a que
me refería con eso de los dinosaurios, me imagino que pensaron que era una de
las muchas cosas locas que yo decía. Igual,
después de décadas estaban completamente
seguros que habían sido estafados.
La figurita de la virgen y el niño venía en un velón que
nunca se encendió pues era el regalo de
una odontóloga muy allegada a la casa,
como era tan delicado, terminó en una mesita de centro, que terminó
arrumada en mi habitación y que servía como receptáculo de hojas y hojas con
dios sabría qué cosas escritas o
dibujadas por mí en los buenos
años. El velón sigue ahí, en la mesita,
pero ya sin papeles encima.