foto sin relación aparente: una naranja hinchada como ofelia. |
Ofelia era una mujer gorda, pero de una obesidad extraña, de aquellas en las que
parece que la persona quiere salirse de la piel. Era una gordura moderada pero chocante, o al menos así me parecía. Sus piernas eran gordas, sus brazos eran
gordos, sus manos y sus dedos eran gordos, su cara era gorda, y pensándolo
mejor, más que gordas, todas las partes de su cuerpo parecían hinchadas, con
una piel lisa y brillante a punto de romperse en cualquier lado, cubierta de
multitud de manchas color café. Andaba descalza apoyada sobre un bastón, con
vestidos monocromáticos de tela gruesa, tenía un cabello corto y cano algo desordenado
y
una sonrisa imborrable, pero no una sonrisa de felicidad, era una sonrisa de
esas que quedan clavadas en la cara como una eterna mueca.
Eran frecuentes las visitas a la casa de la abuela, yo debería
ser muy pequeño pues aún vivía ahí. Siempre que llegaba saluda a todo el mundo,
me miraba y con voz melosa me decía que me iba a llevar a vivir con ella para luego soltar una carcajada; que detestable aquella manía de los adultos,
todos quería llevarme a sus casas como si yo fuese el cachorro de un perro al que todo el mundo quería robar. Yo la evitaba escondiéndome detrás de mi
abuela o en el mejor de los casos alejándome del lugar, pero de una u otra forma era inevitable más de una vez a la semana encontrarla bien sea en la casa o en la calle. Le gustaba recorrer el pueblo pidiendo limosna, pero siempre tenía un
momento para amargarme el rato. Me
daban miedo sus palabras, me daba miedo su risa, me aterraba su boca llena de
dientes amarillos incompletos, me asustaban sus ojos hinchados y el brillo de
su piel ante los rayos del sol.
Cierto día, un día cualquiera, yo salí de la casa de la abuela con rumbo desconocido, como todos los rumbos
que tomaba de niño; después de la
esquina de don Luis monje el mundo era una completa aventura. Estaba caminando tranquilo, pensando en
conseguir uno de aquellos sobrecitos que traían dentro un polvo mezcla de
leche y azúcar que se servían en la palma de la mano y se comía a lengüetazos, al mejor estilo de los perros. En esas estaba cuando llegué
a la esquina, extrañamente en la casa que debería estar allí, la casa de
un anciano de apellido cabrera, de cabeza
calva y gafas enormes, en ese sitio ya
no había casa, solo había un enorme solar cercado por alambres de púas y unos dos o
tres arbustos, en el centro se levantaba una alberca enorme de cemento. Cuando me asomé por entre un espacio que
dejaban los arbustos, vi metidos en la
alberca a todos mis tíos: estaban Felio,
Carlos, Gonzalo, Ángela y Esperanza,
estaban felices, vestidos solamente con pantalonetas de baño, amontonados para caber
dentro, empapados y sonrientes, y oh sorpresa, vi a Ofelia igual de contenta,
encaramada en una pequeña butaca, sacando agua con un mate de otra alberca más
pequeña que estaba a su lado y dejándola
caer bruscamente sobre las cabezas de mis tíos, que con los ojos entreabiertos
y escupiendo agua soltaban carcajadas. Yo
estaba perplejo, aterrado, ¿Cómo era posible que se estuviesen divirtiendo? De
pronto ellos me vieron y me llamaron, me
gritaron que me quitara la ropa rápido y me bañase con ellos, Ofelia me miró y
con su típica mueca, zalameramente me invito a la fiesta. Como era de suponerse
yo no acepte y salí corriendo asustado,
luego como por arte de magia abrí mis ojos y vi a mi abuela arreglando
tranquilamente una ropa en la cama de al lado… todo había sido un mal sueño.
Ofelia murió tiempo después, no sentí tristeza, tampoco
alegría, solo recuerdo que alguien en la casa me dijo que por fin se había
acabado mi tormento…y no lo voy a negar, quien dijo eso tenía razón.
fredy recordado como Federico |