Todos en algún momento de la vida
pasamos por esos episodios de inconformidad existencial, temporadas de dudas metafísicas,
vacío espiritual y anhelo de respuestas
y serenidad. La gran mayoría siempre presentó estos síntomas por allá iniciando sus veintes, concordando con los años universitarios.
Sobra decir que en “esos días de cólico mental” el ritmo de vida
universitario nos mantenía al tanto de
las distintas corrientes de pensamiento y opinión. Posiblemente terminábamos con algún arabesco de
tatuaje, de esos que hoy solo dan vergüenza, con los
cabellos más allá del hombro; largos, rebeldes y grasosos (el dinero para el
tratamiento capilar era bien invertido en licor). Calzando sandalias rústicas,
encargadas a los vendedores de artesanías que se sentaban frente a la facultad o simplemente tomando cerveza cada dos días, tarareando canciones del mago de
oz, rodeados de una nube de humo de cigarrillo o en el mejor de los casos, una
nube de hierba quemada.
En esas andaba mi persona por
aquello días (claro, no hice todo lo anteriormente escrito, no corrí con tanta
suerte), buscando respuestas complejas a preguntas ridículas que nadie me había
formulado. Desahogando mi mente en la biblioteca pública que quedaba en la
antigua estación del tren, a ratos rodeado de niños, a ratos rodeado de
indigentes, a rato rodeado de eruditos que no hablaban con nadie. Y en una de aquellas búsquedas del libro
semanal, cayó en mis manos un compacto y vetusto ejemplar de EL PEREGRINO
KAMANITA de Karl Gjellerup. Lo empecé a
leer con desconfianza, el titulo no prometía nada, no había dibujitos ni
tampoco ningún tipo de reseña en la portada. Solamente estaba en la colección de
obras de autores ganadores del nobel.
-Algo bueno ha de tener- me dije. Y en efecto sí que lo tenía.
-Algo bueno ha de tener- me dije. Y en efecto sí que lo tenía.
De la mano de Kamanita inicie mi peregrinaje interior, lo acompañe en sus travesías como mercader, como romántico pretendiente (la historia llegó a un punto tal, que destilaba cursilería por la solapa, ni Corín Tellado lo habría hecho mejor, pero igual no podría dejarla inconclusa) me convertí en fiel ladrón devoto de la diosa Kali, y por días perseguí la sombra del buda sin encontrarlo. Al final, posiblemente un fin de semana, morí como kamanita y resucite de nuevo en el paraíso en compañía de la preciosa Savithi, para luego, un lunes de parciales, ver morir a los dioses eternos junto con su paraíso, como lotos que caen al fondo del lago y finalmente renacer cual estrella o galaxia un viernes de parranda, esperando la tan anhelada respuesta del buda en su nirvana, que si mal no estoy llego ese sábado en la madrugada después de una noche de bebeta y fornicación.
El peregrino kamanita es de esos
libros que absorben, que impregnan el entorno con sus palabras, a tal punto que fue posible escuchar los pasos de las negras panteras rodeando mi habitación. Y
es, a mi parecer, el mejor libro para iniciarse en el mundo del budismo. Una historia narrada al lado del buda ya
anciano, con un personaje principal tan humano como cualquier parroquiano.
Durante la semana siguiente a su
lectura fui algo parecido a un budista, desempolve mis sandalias visajosas
compradas a un pseudo hippie artesano, no comí carne, aunque creo que fue más
por falta de dinero que por convicción, y malinterprete eso de “el deseo es lo
que causa el sufrimiento” en un “me importa un culo todo”. No duró mucho ese estado, a falta de gurú que
me guiara, árbol de la sabiduría en el cual meditar y un nirvana esquivo, volví
a mis viejas andanzas, eso sí con la esperanza de que cuando muera y renazca en
el paraíso, y vuelva y muera y renazca en lo que sea que siga después del paraíso,
el buda cordialmente de respuesta a las preguntas que por aquellos días de confusión
rondaban mi cabeza.
ilustración de alberto montt |