En
mi primer día de clase -me imagino que fue un lunes de febrero- como solía
suceder a menudo en mi pueblo, las mañanas eran frías con una densa niebla
cubriendo los techos de las casas y desparramándose por la calles sin
pavimentar o en el mejor de los casos acompañada de una llovizna tenue y
vitalizante. Ese día no solo hacía frio,
sino que la niebla espesa que había retrasado el amanecer traía consigo la lluvia con la fuerza suficiente para empaparlo todo y
desprender las hojas del samán del parque para luego dejarlas correr en los arroyuelos
que se formaban a los costados de las calles. Por suerte mi tía había alcanzado
a llevarme al kínder antes que el chapuzón cayera y allí en compañía de otros
niños con miradas perplejas y algo despistados, posamos temerosos ante las
cámaras y las miradas de no sé cuántos padres de familia que orgullosos
acompañaban a sus hijos.
Esa
mañana este introvertido personaje sentado en un pequeño asiento de madera,
confundido por aquel alboroto, llamó la
atención de una mujer de sonrisa amable, ojos pequeños y pómulos grandes, quien pensando que yo estaba a punto de
desparramar las primeras lagrimas me entregó un muñeco de tela con forma de chimpancé, relleno de algodón y con un esqueleto de metal.
Lo tomé y lo abracé y en mi curiosidad empecé a buscarle la parte dura que
estaba en su interior, de algún modo le saqué un alambre, lo cual me asustó, cuidadosamente lo dejé en un rincón mientras con precaución
me alejaba del sitio del delito. Ese fue
mi primer contacto con una profesora. Ella era la profesora Nohora, la que se
encargaba de los niños más pequeños del preescolar -en los cuales yo no
clasificaba- pero que de todas formas había buscado el método para alegrarme el
rato.
Mi
profesora era una monja italiana de la orden del “divino amor”, se llamaba (o llama) Vicenzina,
o al menos así le decíamos; a pesar de su carácter fuerte era cariñosa y amable con sus pupilos, le gustaba
el orden y con voz firme lo hacía cumplir, pero también reía cada rato y puedo jurar que disfrutaba el
verse rodeada de mocosos no mayores de 7 años.
Era alta (todos los eran) y tras sus gafas, su velo y su hábito blanco cubierto con un delantal
azul celeste, ocultó su edad, bien podría
estar en sus veintitantos o en sus treinta y muchos o posiblemente en sus
cuarenta y pico, un completo misterio, me
imagino que ese es un regalo que da el
dios cristiano a sus sirvientes, el don de la edad indeterminada.
Para
ser monja tenía una maravillosa afición por la música y el baile. Aunque solo fue un año de kínder y por razones que se explican en procesos
cerebrales complejos sobre percepción temporal, aquel año fue un enorme lapso de tiempo, como toda una vida
dentro de la vida, la cual disfrute a no
dar más. Se empecinaba en enseñarnos cualquier variedad de
coreografías de vals y no sé qué más
ritmos europeos, embutiéndonos en trajecitos coloridos ajustados al cuerpo,
dando salticos con aros en las manos en unos círculos de color amarillo que
había dibujado en la cancha; girando, saltando de derecha a izquierda, adelante
y atrás, solo o en compañía de la niña de ojos verdes y cabello rubio, cada día, todos los días… que suerte tuve que
en aquel entonces el reguetón solo era una hipotética pesadilla futurista y que la monjita poco sabia de ritmos
tropicales, cuál hubiese sido mi sufrimiento con cumbias, bambucos, guabinas
o Wisin y Yandel. Sé que la memoria es poco fiable, pero
recuerdo que me enseñó los números hasta el catorce (me percaté de ello cuando
en una tarea de matemática descubrí que todas las sumas de 7 + 7 daban lo mismo, ¡era increíble!)
también de su mano descubrí que al
pintar la bandera de Colombia, si no se tenía cuidado al repasar con tempera
los bordes amarillos y azul aparecería el verde, era como magia. Posiblemente fue la monja más activa de la
comunidad; era la encargada de administrar el preescolar, tocaba el viejo
órgano de la iglesia inundando el templo con sonidos graves y sostenidos que
despertaban las golondrinas del techo, organizaba el coro de la parroquia y así como a nosotros nos ponía planas de
matemática, a las señoras les ponía a
practicar el canto y trascribir los himnos de la misa, a nuestro señor Jesucristo se le
cantaba bien, bonito y con fuerza. La navidad la engalanaba con todas las de la
ley; guirnaldas y bolas de cristal
reluciente, pesebres coloridos, panderetas, moños, villancicos y tunas…si tunas
en un pueblo perdido en las montañas. De
algún lugar sacó un montón de tambores,
triángulos, trompetas y trajes coloridos, con los cuales uniformó a los adolescentes
del colegio y creó la banda de guerra, al día de hoy no sé cuántas melodías se
entonaran, pero la que ella armó, la que organizó en escuadrones de a cuatro,
con la marcha de dos pasos adelante y uno atrás, siempre fue la misma, ceremonial y contundente, dos o tres melodías repetitivas y vitales
como los latidos del corazón; con ella se le daba el toque de importancia y
sobriedad a cuanto suceso se desarrollase en el pueblo, desde la celebración de
las fiestas patrias hasta la siembra de un árbol. Lo último que supe de ella fue que viajó (o
fue enviada) al Perú, no sé si aún está allí, si aún vive o ya murió.
Después
de graduarme con honores en el kínder ingresé a la escuela “Camilo Torres” un
nombre algo revoltoso para un pueblo de godos, pero según tenía entendido me
matricularon allí porque las profesoras eran mucho más amables y pacientes que
las estrictas y amenazantes de la
escuela “Daniel Castro”, y eso para mí fue un alivio, ya tenía información de los reglazos y
coscorrones que uno se podía ganar si no hacia las cosas como se debían, y eso
no me simpatizaba en absoluto. Además en
la “Camilo Torres” enseñaba la hermanita Rosalba, una monja amiga de la familia
y quien sería la encargada del primer
grado.
El
título de hermanita se lo había ganado por ser un alma de dios; de voz suave, gestos conciliadores y sonrisa
de mujer culta y jovial. Y claro, además
era una monja, de eso me enteré después, por algún razón casi nunca utilizaba hábitos,
a lo mejor era como “la novicia rebelde” o “la monja voladora” que yo veía en
la tv.
Al
parecer nunca fui bruto, me iba bien en la escuela, aprendía las cosas rápido,
por lo cual nunca me gane un regaño ni nada que se le asemejase, solo en una
ocasión nos castigó, cuando cinco de nosotros
decidimos volarnos de la escuela luego que ella se demorara
en llegar a clase, tomamos rumbo
a las afueras del pueblo, al vivero municipal, a pescar renacuajos y peces en
un lago que allí se encontraba. También
un día dio una extraña lección de justicia cuando después del recreo, y ante
las acusaciones de los niños de que ciertas niñas tenían piojos, nos hizo hacer
fila y uno a uno nos revisó la cabeza para ver qué tan cierto era todo lo que
decíamos, al final quedaron dos grupos, en un lado el de las niñas, al cual no
le había encontrado ni un bicho y el grupo de los niños el cual estaba
infestado de liendras y piojos, todos
nos quedamos callados… ahora que lo recapitulo, me doy cuenta que hubo gato encerrado.
Esta
monjita, o mejor hermanita, sería quien
me iría inculcando el amor a los libros, fuera de la escuela me regalaba unos
pequeños cuentos de color amarillo, de no más de 8 hojas en las que estaban
resumidas muchas de las obras de la literatura clásica: Gulliver, Aladino, algunas
fabulas y cuentos todos ellos apretujados en un formato de 10 x 10 cm con dibujos incluidos. Volvería a ser mi profesora de religión en el
colegio, y en el mundo de la estupidez del adolescente y la mentalidad de
provincia, un día poco antes de terminar el bachillerato nos llevó al
templo y en uno de sus sencillos discursos nos dijo que ante todo había que
luchar por nuestros sueños… murió pocos años más tarde, no recuerdo de qué, tal
vez de vieja, tal vez tenía más años de los que demostraba, tal vez su amor a
la vida la había tenido en pie por siglos y siglos.
Como
los recuerdos con el paso de los años tienden a ser confusos, creo que a partir
del segundo año dos o más profesoras se encargaban de un grado, de lo contrario
no encontraría explicación para la imagen que tengo de seis de ellas
distribuidas en 4 años.
En
el segundo grado llega a mi memoria la profesora Elcira, mujer que a mi parecer
de aquellos días, ya contaba con sus años encima, pues mostraba la misma edad que mis tíos abuelos, además se
expresaba como ellos y hablaba como ellos, con el característico acento
huilense, un hablar cantado y fuerte que en ocasiones terminaba en una sonora
carcajada. Nos dio pocas clases, no guardo muchos anécdotas de ella, solo que
mi compañerita de pupitre era su sobrina; una niña de cabello rubio, ojos verdes con la
esclerótica aun azul como la de los bebes, nariz fina y minúsculas venitas azules que surcaban su estilizado
rostro en los días que el frio aumentaba.
Es
también en ese año cuando recibí clases
de la profesora Elvia, de la cual decían mis compañeros, nunca dejaría que yo perdiera pues era la esposa de un tío, por lo tanto vendría
siendo tía mía, aunque yo no lograba encuadrarla bien en mi organigrama
familiar, los roles que cumplían la
multitud de tíos que me rodeaban estaban
bien definidos en mi cabeza. Era una mujer de hablar calmo, no recuerdo
haberla visto enojada, de ella me
quedan pocas imágenes escolares, quedó
en mi mente como la mamá de mi primo Euler, quien sería uno de mis mejores
amigos en todos los años de colegio,
durante mi carrera universitaria y algunos años después, luego cada uno formaría familia, tendría hijos y nuestras
esposas acapararían el tiempo que bien podríamos invertir sentados en alguna
esquina tomando cerveza o hablando paja.
Cuando
viajo al pueblo en ocasiones la veo cruzar alguna calle, en ocasiones la
saludo, en ocasiones me pregunta por mis padres. Fue quien me dio mi primer libro de texto, una
cartilla de lectura llamada “globito mágico”, donde erróneamente la firmó como John
Fredy -como aun algunos me llaman-. La
cartilla a pesar de los años aun esta en mi poder, algo maltrecha, le faltan
algunas páginas y tiene algunos garrapiños, pero cuando me queda tiempo leo nuevamente sus lecciones de español para
niños y me diluyo en sus ilustraciones de acuarelas de predominante color verde, recreando las
historias de Jairo Aníbal Niño o
recitando la ronda de los enanos o el poema de la mariposa que gira y gira
junto al milagro de blanca rosa del escritor Eleazar Libreros.
Es
en este año o en el siguiente -no podría asegurarlo- cuando aparece la
profesora Argenys, una mujer de corta estatura como todas las de su familia,
quien por alguna extraña razón me encaminó por el mundo de la literatura, puede que la memoria me falle pero fue ella
quien me entregó como material extra escolar una edición en papel barato de los cuentos de Rafael Pombo, con
dibujos en acrílico o temperas algo toscos, pero que inevitablemente me
llevaron a leerlos y recitarlos por iniciativa propia una y otra vez, cuanto
desearía tener hoy uno de aquellos cuadernillos, pero al finalizar el año mi tía
me dijo que tenía que devolverlos. La última
vez que se dirigió a mi como una maestra de escuela fue a los pocos años,
cuando me encontró ensimismado en uno de los juegos de mesa de arcade “batalla espacial” en el negocio que
administraba mi papá frente al parque central, rodeado de varios adolescentes y
niños mayores que no eran precisamente una buena influencia. Me miró y me preguntó si mi papá me dejaba
estar allí, yo le respondí que sí, con la mayor tranquilidad del mundo, era el
año 89 pues para esas épocas nacería mi hermano Jorge, y fue de los trabajos de
papá que más disfrute…tenía un negocio de juegos electrónicos.
Los
años tercero y cuarto estarían a cargo de la profesora Carmen y la profesora
Mariela. Lo bueno de crecer en un pueblo pequeño, es que a pesar de que dicen “pueblo chico infierno grande” también se comporta como una gran familia; los compañeros de clase serán los mismos con
los cuales se jugará en la calle y en vacaciones, y encontrarlos disponibles para cualquier
travesura será cuestión de solo caminar una o dos cuadras, lo otro es que los padres de algunos de ellos
sean nuestros profesores, de modo que no contentos con verlos en clases,
también los encontraremos cerca de nuestra casa o en el mejor de los casos en
sus mismos hogares haciendo la tarea que ellos mismos han ordenado. Ese era el caso de la profesora Carmen, era la
mamá de Marcela Andrea, una de mis compinches de colegio, aunque en las épocas
escolares no fue mi amiga pues iba un año más adelante y por alguna desconocida
razón en ocasiones los hijos de maestros y especialmente las hijas se las dan
de mucho café con leche. Así que la profe Carmen pasó a ser lo mismo que la
profe Elvia, la mamá de una de mis amistades, y para completar, una de esas
amistades adolescentes. Nunca se tuvo
que preocupar por mí, yo siempre fui el típico “buen amigo” (friendzone la
llaman hoy en día) tal vez por eso cada vez que me veía soltaba una risita, esa
que uno debe soltar cuando ve un ñoño por ahí dando vueltas. Como vive en la “zona rosa” del pueblo cada
tanto la saludo, así sea solamente levantando la mano cuando paso en el carro
de salida, sentada frente a su casa, puedo jurar que todavía suelta esa risita que uno
debe soltar cada vez que ve un ñoño dando vueltas por ahí.
Con
la profesora Mariela la cosa era diferente, tenía el honor de ser la más brava de la escuela y como tenía
un problema en una pierna siempre andaba con un bastón, cosa que enfatizaba su
reputación, no quisiera uno sacarle el mal genio y terminar con ese palo en la
cabeza. Era quien más fuerte hablaba de todas, y a la
que se le caminaba finito, uno no se hace la fama porque si, a tal punto que en una
evaluación se me acercó para revisar lo que estaba haciendo, un frio recorrió
mi espalda, pero con su voz aguda me felicitó y me dijo que estaba bien y siguió su camino,
desde entonces comprendí que mucho de lo que hablaban eran solo cuentos para
asustar. Algo curioso con ella es que
parecía no envejecer, luego que yo dejara la escuela, el colegio y la
universidad siempre la veía igual, tal vez era por el hecho de ser soltera, eso
debe tener sus ventajas a largo plazo, pero hace pocos meses la vi por las
calles de la ciudad y debo confesar que en esta ocasión no la vi tan joven como
creía que estaría.
El
grado quinto seria de nunca olvidar, primero por el hecho de ser el último año
de escuela, y segundo por todo aquello que aprendí, mi maestra fue la profe Deicy
(pueden pasar los años pero un profesor siempre quedara con el pronombre de
“profe”) una mujer blanca como la luna, de nariz grande y cabello oscuro que
creaba un marcado contraste con su piel,
tenía una voz fina, casi infantil y una paciencia infinita, y lo digo porque fue en ese año cuando, en palabras de mi tía abuela “nos abrieron los
ojos muy pronto”. Fue la encargada de
dar respuesta a la tenebrosa pregunta “¿de de donde salen los niños?”. No sé ahora cómo se explicara esa vaina, y
eso que ya tengo un hijo que en pocos años entrara a la adolescencia, pero que cuenta con el conocimiento suficiente de
biología para que en determinado punto de respuesta a todas sus inquietudes de
ámbito natural, a tal punto que ya tiene claros conceptos sobre evolución y adaptación
de especies, de modo que eso de la educación sexual y el tabú que ello
conllevaba ya deben ser cosas del
pasado, y de no serlo espero que mi esposa sepa dar buena respuesta a
ello. Pero en aquellos años, los
fundamentos biológicos y demás eran nulos, y cuando digo nulos son nulos.
Yo
nunca me comí el cuento de la cigüeña ni la lavandera ni nada eso, no era
pendejo, era
claro que los niños estaban en la barriga de la mamá (tengo
bastante hermanos) y tenían que salir
por algún lado; postulé todos los orificios del cuerpo pero no me cuadraban los
diámetros, me imaginé que el ombligo, aparte de guardar mugre, tenía que cumplir alguna función en ello, pero
no profundicé mucho en el tema, lo zanjé fácilmente con algo semejante a una cesárea, que se suponía era
realizada por un doctor, todas las señoras embarazadas iban al
hospital, ergo, el doctor resolvía el problema con alguna técnica por el
ombligo, la duda que no podía resolver era como había hecho la virgen María
para tener al niño Dios si en aquellas épocas no había médicos. La profesora Deicy se encargaría de
resolverla. Sobra decir que yo creía en
la generación espontánea de los niños en las barrigas de las mamás, el papá
solo cumplía funciones de proveedor de insumos comestibles y servicios del
hogar. Tamaña sorpresa me lleve cuando muy
tranquilamente un mañana en clase de naturales la profe fue explicándonos como era
la cosa, eso sí muy académica y
profesionalmente, al finalizar su exposición preguntó que quien tuviese dudas
levantara la mano, el noventa por ciento de los que alzamos las 2 manos fuimos los niños, mientras algunas niñas se reían
con expresión de condescendencia, yo
levanté dos veces la mano para que me respondieran la misma pregunta, pues en
el primer intento no entendí muy bien…
Al
terminar la escuela solo regresé a ella una sola vez, uno o dos años después, y
fue algo incómodo pues un grupo de profesoras que se encontraba reunida con la
directora, -la profe Mercy- al escuchar mi saludo, me dijeron en tono picaron
que como me había cambiado la voz, que ahora tenía la voz gruesa, de
hombre. Yo me puse colorado, solté una
risa boba y seguí mi camino. Hoy en día
eso calificaría de bulling.
El
colegio fue diferente pues no había un profesor por grupo sino por
materia. Entré a formar parte de 6B, no estaba tan
pequeño como para estar en 6A ni tan viejo y mañoso como para caer en 6C, como diría alguna amiga esotérica “es que soy
libra”. El grupo de docentes de
bachillerato a diferencia de la escuela era ligeramente de predominio
masculino, ya era hora de abandonar el matriarcado educacional el cual había llevado mis primeros 6 años de
estudio.
La
primera clase correspondería con el director de grupo, el profesor de sociales,
el famoso y recordado profesor Hermes, un hombre de pelo en pecho que mostraba
orgulloso por sus camisas desabotonadas casi hasta el ombligo, barriga enorme,
postura altiva y mirada penetrante, reconocido por tener un carácter fuerte en
ocasiones irascible, y quien enriquecería nuestro vocabulario; El primer día nos dijo “grupo de semovientes”
como ninguno sabía que era un semoviente nadie dijo nada y lo tomamos como un
cumplido, luego cuando le sacábamos con facilidad el mal genio conjugaba
adecuadamente el verbo, adjetivo y
preposición “hijueputa” en todas sus formas y modos. Nos dejaba asombrados, hasta el último día de
estudio el último año, la capacidad que tenía para recitar fechas, personajes
históricos lugares y más, ¿Cómo carajos hacía para saber todo eso? Cuanta cosa
uno preguntara a esa le tenía respuesta, por lo cual sus clases eran lo mas amenas (al menos para el que le gustara la
historia) nos enseñó a tener una mirada crítica ante la realidad, a no tragar entero,
por eso mismo mi tía no lo pasaba del
todo, pues decía que él era el profesor comunista y ateo del colegio. Para variar era el papá de Faruk otro de mis
amigos de aventuras y con el cual muy de
vez en cuando salgo a tomar alguna cerveza y que como cosa curiosa hoy es
profesor pero de biología. Y también era el papá de Valeska, la rubia bonita
del colegio pero a la cual no todos le podía caer so riesgo de recibir una
trompada de uno de aquello brazos musculosos.
Hace poco se pensionó y vive
cerca de mi casa, a unas pocas cuadras, como llevo tiempo sin salir a tomar cerveza con Faruk
hace rato no lo saludo, pero indiscutiblemente es de las personas con las
cuales es ameno platicar entre madrazo y madrazo como dios manda.
Junto
al algebra, el inglés era la materia que las mamás consideraban
corchadoras, este último principalmente
debido al estricto método de enseñanza que había entronizado el docente
encargado de dar lengua extranjera, el profesor Londoño; era toda una leyenda,
todo el mundo susurraba que estaba loco, que era de mal genio y que con el
fácilmente se podría perder el año. En
su primera clase sentí verdadero miedo, primero porque iniciaba con el saludo en inglés y una oración
-posiblemente el padrenuestro- en este
idioma, como éramos nuevos fue relativamente paciente en nuestras fallas pero
era claro que eso no duraría mucho,
luego de unas semanas, una tarde cualquiera tomó el listado y
aleatoriamente puso el dedo en alguno de los nombres allí escritos:
“polo
haber, el verbo to be”
Me
levanté apretando todos los esfínteres y sin saber cómo ni donde se lo
conjugue en todos los indicativos, imperativos,
subjuntivos, tiempos compuestos comunes y comunes subjetivos. Me puso un chulito de aprobación y siguió con
la lotería de la lista.
Soy
una bestia para el inglés porque el primer paso que di en la enseñanza de este
idioma fue un mal paso. Un día
cualquiera a principios de aquel año escolar y mientras estábamos en su clase
se presentó un altercado con uno de mis compañeros, no recuerdo muy bien cuál
fue el detonante, pero la cosa se fue saliendo de proporciones y de una acción
contestataria se pasó al grito, del grito al insulto y por último, entre el
griterío de las niñas, a un puño en el estómago del estudiante. Según nos decían, al enojarse al profesor
Londoño se le subía la sangre a la cabeza que le calentaba la placa de platino
que tenía en ella y lo hacía explotar de rabia.
La algarabía detuvo las clases por esa tarde y el profesor renunció o
fue trasladado a otro colegio. Durante
unas semanas no tuvimos clases de idioma extranjero lo cual no es que nos
molestara mucho pues esas horas las utilizábamos sabiamente en charlas bajo las
ramas de los árboles del inmenso patio del colegio o correteando por los
pasillos del bloque en el cual teníamos el salón.
Con
la nueva profesora no tuve suerte, era de apellido Houghton y más que docente era una mujer de avanzada
que estaba llenando el hueco mientras nombraban a alguien de manera
permanente. Como era de familia
adinerada sus conocimientos de inglés los había obtenido posiblemente de sus
propias experiencias en el extranjero, pues fue clara al decirnos que lo de
ella era el inglés británico y no tanto el americano (y yo a duras penas podía conjugar
el to be) era una mujer que estaba en esa etapa en la que aún siendo jóvenes son ya maduras. Era amable, grácil, dulce,
algo narizona pero bonita y tenía un par
de preciosas, redondas y firmes tetas que danzaban tras su blusa o vestido
mientras recorría el salón dando la clase, nunca pude concentrarme en su
presencia, solo había espacio para ver la silueta que dibujaban esas hermosas e
inalcanzables tetas. Por desgracia o
fortuna, solo estuvo unas pocas semanas, fue remplazada por otra profesora,
alta, delgada, de cabello largo y oscuro y cara bonita, pero que paso sin pena
ni gloria, pues no recuerdo ni su nombre,
solo estuvo como dos o tres meses y renunció. Finalmente llegó al cargo la profesora
Yubany, y llegó cuando el año se estaba
acabando, de modo que en sexto grado de inglés
poco se aprendió. La profesora Yubany si
permanecería largo tiempo; era una morena alta, de andar lento y actitud
pausada. Según el plan de estudio de
esos años, ingles se vería en 6° 7° 8°, noveno y décimo serian de francés y 11°
nuevamente de inglés. Ya había perdido
el primer año, de modo que me quedaban los de 7° y 8° para recuperar… pero no
se logró el cometido, como la premisa de
aquellos tiempos era pasarla bien y
estudiar poco, y al descubrir que el carácter de la profe se prestaba para
tomarse de ruana la clase, por muchas
canciones, trabajos de grupo, evaluaciones y dinámicas encaminadas a que domináramos
algún idioma extranjero, no se obtuvo ningún
efecto. en varias ocasiones y por distintos motivos le sacamos de sus
casillas; como ejemplo, cuando tuvo a su
primer hijo y al no tener con quien dejarlo, lo llevaba a clase, el pequeño infante también clasificó dentro del grupo “con lo que se podía recochar” y luego de
algunas lágrimas, opto por la sabia decisión de no complicarse la vida tratando
de enseñarnos, se limitó a dar su clase para el que quisiese aprender y punto… yo
de inglés aprendí muy poco, y lo poco
que aprendí lo olvide cuando entramos a ver francés, que de paso no es que
hubiese aprendido mucho, y el poco francés difícilmente asimilado, lo olvide cuando de nuevo vi inglés, que de
antemano ya había olvidado…en síntesis me quede con el español.
La
vida da vueltas, cuando inicié mis estudios universitarios terminé hospedándome
en la casa de la mamá de la profe Yubany, donde vivía en una modesta
habitación, acompañado también en la misma casa por mi entrañable amiga Limbania
que vivía en la habitación de al lado, don José un viejito que fumaba tabaco a
toda hora y un auxiliar de enfermería que sufría de epilepsia y dormía en la
sala adecuada como habitación.
Mi
primer profesor de español fue el profe Darío, siempre orgulloso de su ascendencia
caleña, con un caminado que bien podría decirse que tenía su “tumbao” aunque nunca supe si tenía gusto por la salsa
o la música tropical, solo sabía que tenía una dulce atracción por el licor que
dejaba entrever en los ojos grandes y rojos con los que llegaba en ocasiones a
clase. Al parecer su misión en la tierra
era darnos a entender que la vida sin un diccionario no valía un carajo. En los dos o tres años que me dio español, la tarea principal era que cuanta palabra rara
o que no conociéramos (como semoviente), la anotáramos en un papelito, buscáramos
su significado y la ingresáramos a una caja debidamente organizada con
separadores en orden alfabético que a final de periodo debíamos entregar. Por algunos días lo hice, luego la cosa se fue
complicando porque o bien olvidaba escribir la palabra, o si la escribía
olvidaba consultar su significado, o no escuchaba palabras raras ese día, o si
las escuchaba simplemente las dejaba pasar y que la cajita esperara para más
rato, y cuando el día de entrega se acercaba, con diccionario en mano llegaba a altas horas de la noche (en esas
épocas 11 pm) transcribiendo cuanta palabra saliera al azar y rogando que el
profe no leyera eso y me preguntara donde la había escuchado. También se interesaba porque sus pupilos
estuviesen al día con el acontecer noticioso del país, de modo que en cada
clase y antes de iniciar al tema, aleatoriamente sacaba dos o tres alumnos para
que comentaran cualquier noticia que hubiesen escuchado. Como los noticieros no entran dentro del menú
de una persona hasta después de los 30 años
y aunque mi tío abuelo al medio día colocaba “radio surcolombiana” o “todelar”
donde se hacía un recorrido por los hechos de cada municipio o en las noches si
no se iba a misa después del minuto de dios eran obligadas las noticias de las
siete, estas a no ser que hablaran de alguna cosa curiosa entraban por un oído
y salían por otro, así que para evitarme tragos amargos un día diseñe mi propia
noticia para cualquier ocasión: un
asesinato irresoluto en un pueblo cualquiera de Cundinamarca. Y en efecto me salvó.
Cada
tanto en sus dos horas de clase se creaba una mini jornada cultural, donde se
debía exponer alguna cosa, bien fuera un
baile, una composición musical, un poema o algo científico, lo que importaba
era salir con algo, y debo confesar que fue en una de ellas donde se cometió
una gran injusticia: un grupo de amigos
optó por dar una función de rajaleñas (trovas de nuestra región) yo por mi
parte me incline por dar una charla sobre la evolución estelar (ñoño) que de
paso tenía un pésimo sustento científico y terminaba con un despropósito que
hoy día me hace dar vergüenza, pero como en tierra de ciegos el tuerto es rey…al final cuando evaluó todos los actos, al
mío le puso una nota injustamente alta y a los rajaleñas una injustamente baja,
ellos reclamaron, pero su respuesta fue
que no era lo mismo una investigación de ciencia que inventar algunas coplas…
todavía despierto algunas noches empapado en sudor por las pesadillas que me
evocan este suceso. Tiempo después de
mi grado renunció a su puesto y se trasladó a otro municipio, escribió dos
libros (o tres ¿?) uno de cuentos y otro de acrósticos, ha salido en prensa y
en la tv regional promocionándolos y si mal no estoy actualmente vive en su querido valle del
cauca.
La
siguiente persona que me dio español fue la profe Luz Mery, me imagino que cuando llegó estaría rozando
sus treinta años, de piel trigueña, cabello oscuro, caderas anchas y piernas
firmes, que según la jerga estudiantil se resumía en “esta buena la profe” algunos
compañeros no ahorraban en piropos, y
quien no suelta una risita picara de satisfacción ante uno de ellos. Fue la primera persona que me comparo con un
personaje literario, una tarde, mientras estábamos reunidos planeando una
función de teatro para una actividad cultural, dijo al grupo de cuatro o cinco
estudiantes que estábamos con ella, que ya sabía cuál obra representaríamos,
nombró a “crónica de una muerte anunciada” a esas fechas yo aún no había leído
ni un libro de García Márquez y mis compañeros tampoco. Una de mis amigas preguntó el por qué de esa
obra, y ella se acercó a mí, me miro a la cara y sonriendo dijo que mis ojos
eran los ojos de Santiago Nasar. Yo no entendí, y no recuerdo al final que fue
lo que escenificamos, pero tiempo después cuando vi la película, comprendí que
por inculto y pendejo había dejado pasar así porque si el piropo de la profe
buenona del colegio. Este Santiago Nasar
de hoy día desconoce el paradero de la
profe Luz Mery.
Mi
última profesora de español es la siempre recordada profe Gladys, de porte
elegante y algo clasista, estaba dentro de las docentes más estrictas
del colegio, ante su presencia no se toleraba el desorden, la patanería, el mal
vocabulario y mucho menos la ignorancia.
Como tenía aires de feminista nos puso a leer dos libros insufribles,
“amor y pedagogía” y “casa de muñecas” y luego a realizar un análisis de ellos
bajo la sombra de los árboles que conducían a las canchas de futbol y
básquet. Por suerte también nos puso a
leer “siervo sin tierra” donde me quedó grabada la escena del pobre mano
siervo, sacando con la uña larga y sucia que tienen todos los campesinos la
mosca verde que había caído en la taza de sopa que sería su almuerzo. A pesar de que muchos de mis amigos
detestaban sus clases tanto por su contenido como por quien la daba, confieso que aunque debía permanecer atento a
mis buenos modales y otros aditamentos, era una de las clases que más
disfrutaba, fue ella quien me llevó a enamorarme de las letras, quien una tarde hizo que
levantara la mano como cien veces ante el silencio de mis compañeros cuando se entró
a tocar la temática del comic (que horas más tarde pasaría factura dentro del
grupo de amigos, cuando me increparon por algo que no hice o dije pues “como no
estamos en clase de español ahí si no habla ni mierda”) y literalmente me
obligo a publicar en el mural del colegio un cuento que había escrito y a
participar en un concurso institucional de literatura con una adaptación de un
cuento de García Márquez. Como era la amiga de la mamá de mi mejor amiga
necesariamente terminamos siendo amigos, y una sonrisa espontanea me sale del
alma cuando tengo noticias de ella. Ante la profesora Gladys tengo una deuda
literaria inmensa.
El
área de biología estuvo a cargo de dos personas, la primera de ellas fue el profesor Gustavo, que era hijo de un
hermano de mi abuelo, no estoy seguro que grado exacto de parentesco es eso, pero como ya era un señor hecho y
derecho nunca tuve la conchudez de llamarlo primo, ni pariente, ni nada que
fuese diferente a profe. De todos los
profesores era a mi parecer el que menos pinta de profesor tenia, parecía un
simple parroquiano, de esos que tienen su finca cerca del pueblo o su tienda en
una esquina y que ven pasar los años lentamente desde la tranquilidad de sus
casas, y en efecto es usual verlo todos los días cuando ya el sol está cayendo,
parado en la esquina que esta diagonal al templo o en una de las bancas de
hierro y madera del parque, disfrutando la brisa fría que cae de la montaña,
riendo de las cosas cotidianas del día junto a sus contemporáneos de rostro
marcado por las arrugas que da la experiencia y las canas que deja la
sabiduría. El profesor Gustavo ya
pensionado, es como una de aquellas partes sempiternas del pueblo, como la
iglesia, el samán, los cerros o las casonas, uno sabe que el tiempo no todo lo
arrasa y lo cambia cuando año tras año se le ve en la esquina de doña Aurita
justo antes que las estrellas empiecen a titilar.
El
otro profesor encargado de biología y química era el profesor Jaime, un pastuso
que nunca adoptó el acento opita y como la gran mayoría de pastusos que conozco
era amable, tomando la vida con
tranquilidad y presto a una charla informal. Perteneciente al grupo de profesores de la
vieja guardia del colegio, por un tiempo fue rector pero después dejó ese cargo
y se limitó a dar clases. En sus manos tuvo la loable tarea de celebrar los 25
años del colegio, y se puede decir que lo logró con honores, aquella fue una
semana de cultura y fiesta académica inolvidable, donde un simple colegio de
pueblo por unos pocos días se vistió de universalidad. Tenía un método simple y
claro para exponer sus temas y muy de vez en cuando nos llevaba al misterioso
laboratorio de química y física, que años después, cuando realizaba mis
estudios en la universidad comprendí que no tenía que envidiarle a muchos
laboratorios universitarios. Él fue el director de grupo del grado 11° y
quien nos graduaría como bachilleres académicos. Ahora es vecino mío, ya está pensionado y
todas las mañanas cuando salgo al trabajo lo veo en traje deportivo rumbo al gimnasio. Cuando veo a mis antiguos profesores pienso
que eso de la pensión no es tan malo como lo pintan.
El
profesor Manolo era el encargado junto al profesor Hermes de darnos
sociales, en el grado sexto nos dio una materia que si
mal no estoy era algo de primeros auxilios y salud. Era el esposo de la
profesora Gladys, y uno no entendía muy
bien cómo eran pareja, uno esperaría que el esposo de la profe fuera un tipo
algo semejante a un lord ingles con bastón, monóculo y corbatín, pero no, Manolo
gustaba andar con ropa holgada, de caminar desparpajado y con algún comentario
gracioso presto a salir. Es que si uno
soportaba el perfeccionismo de la profe, bien podía tomarse la vida con
calma. Después de retirarse del colegio
del pueblo, si no estoy mal, terminó estudios de zootecnia o algo semejante,
aun es docente y cada tanto se le ve en fotos del Facebook trabajando en
proyectos agrícolas o piscícolas…envidiable vida.
Durante
mis seis años de colegio solo tuve un profesor de educación física y este fue Tarsicio. Como todo nerd, esta materia no era mi
predilecta, a excepción de la vez que ganamos un campeonato de futbol y otras
que con suerte cumplía todas las metas, mis notas no pasaban de 7, en ocasiones
siempre rozando el peligroso 6. Odiaba la educación física porque tenía que
usar pantalonetas noventeras con remanente de la moda ochentera que exigían
mostrar toda la pierna, las mías blancas como la leche con pelos
dispersos y flacas no eran las más bellas.
En sus rutinas gimnasticas temía partirme el cuello en alguna voltereta,
las jornadas de dar cien vueltas alrededor del colegio me dejaban la boca con
sabor a sangre de lo mamado que
terminaba y mi poca coordinación motriz gruesa me convertía en un tronco para
jugar futbol o básquet.
De
actitud un poco parca, cada clase se desarrollaba entre pitos y el famoso
“haber haber haber ustedes los del
rincón dejen la recochita” y para completarle el mal genio entre nosotros rumorábamos que a los hombres los ponía a
jugar futbol y a las mujeres gimnasia para verle los pantys cuando alzaban las
piernas. Cuando se enteraba de estos
comentarios se enojaba aún más y nos decía que nosotros solo éramos una manada
de morbosos. Pero sí tenía algo de
maldadoso, a eso de las 10:30 am, cuando el sol estaba en lo alto y en épocas de
verano, mientras el cuerpo de esos
púberes y pre púberes caía en estado acidotico después de botar media volemia
en sudor, trotando por la cancha, sobre matorros y piedras, rogando por un
trago de agua, era usual verlo sentado a la sombra de un árbol, hablando paja
con él o la estudiante con incapacidad médica, con la tablilla del listado en
una mano y el cronometro en la otra mirando plácidamente cuantas vueltas nos
faltaban. Espero que cuando mi hijo
entre al colegio exista un profe de su mismo corte que los haga correr y sudar
de manera inclemente para que quemen toda esa grasa que prematuramente acumulan
gracias a todos los artilugios tecnológicos modernos.
Por
algún tipo de política estatal recibíamos una clase llamada practicas
agropecuarias, encaminada a que
saliésemos preparados para afrontar los retos tecnológicos y ambientales que implicaba
la labor en el campo, aunque el cartón
decía bachiller académico, que era algo así como aquel que sabe mucho y no sabe nada; la idea es que aunque no salimos técnicos
agropecuarios ni zootecnistas ni nada semejante, si recorrimos un amplio currículo
agrícola. De la mano del profesor
Orlando aprendimos sobre apicultura, cría de cerdos, manejo de gallinas, algo
de topografía, manejo de suelos y un montón de cosas que ya se me olvidaron,
como a muchos de mis amigos que hoy viven en la ciudad. Nunca olvidare el trabajo que requirió comprar una gallina vieja a una ancianita del
pueblo que previamente había hecho comer infinidad de piedritas parar que
pesara más, para luego pasarla al más allá para quitarle todos sus huesos y
luego de un tedioso proceso armar su esqueleto que solía desbaratarse con la
mirada. El día que finalizamos el
trabajo tratamos de celebrar la victoria con un delicioso plato de fideos con
pollo, pero discordias propias de mujeres quinceañeras (estaba en un grupo de 4
mujeres donde yo era el único hombre) lo arruinaron todo y no quedó más remedio
que salir a recorrer las calles del pueblo bajo el hermoso firmamento que nos
brindaban las noches de racionamiento del gobierno Gaviria. También me salve el último año de colegio de
esta clase, en la que para preparación para los icfes dio un curso intensivo de
todo, debidamente transcrito a los cuadernos (para que no olvidáramos nada)
pues con una compañera fuimos los únicos que se inscribieron en razonamiento
abstracto, de modo que esas horas de copiar y copiar las pasaba plácidamente
ejercitando mi mente con la mirada al techo.
Durante un tiempo fue mi casi suegro (nunca pude concretar nada con una
de sus hijas) y fue la primera persona a
la cual tuve que pedir permiso para que una de sus hijas saliera…por suerte fue
condescendiente conmigo, me imagino que no vio en mi ningún tipo de peligro, ya saben, lo de “friendzone”. Como muchos de mis profes ya está
pensionado y me imagino que es de los
abuelos apasionados con la tecnología pues a toda hora lo veo conectado al
Facebook.
German
apareció cuando se necesitó cubrir alguna plaza de algún profesor, y fue el
profesor todero, llegó como coordinador de disciplina, luego vieron que no
estaba hecho para eso y fue nombrado por unos meses profesor de inglés…luego
llegó el de inglés y lo nombraron profesor de religión, y cuando se llenó el
hueco de religión lo nombraron en lo que si tenía madera, profesor de
artística. Personalmente no recuerdo muy bien que fue lo que nos enseñó, pues
como me dio clases de religión, inglés y artística se me cruzan los cables y lo
olvido. Solo puedo decir que era muy
buen pintor -lo es- actualmente en su tiempo libre de pensionado (otro, lo cual
indica que yo ya estoy viejo) postea oleos en su perfil de Facebook, y no le
quedan nada mal; también era el fotógrafo oficial del colegio, y quien conserva
un voluminoso legado histórico de varias generaciones de estudiantes que
pasaron por las aulas. Como dato curioso
fue en uno de los libros de su variopinta biblioteca que encontré uno que me
llevaría al escabroso mundo de los magufos, en el cual estuve sumergido por
unos años: “el retorno de los brujos” de
Jacques Bergier y Louis Pouwels, años después compraría en edición de bolsillo
la cual presté en algún momento y no tengo idea a quien.
El
profesor Gilberto también hacia parte del cuerpo docente con el cual guardaba
algún tipo de consanguinidad, hijo de
otro hermano de mi abuelo. Fue el coordinador de disciplina en todo el tiempo
que tuve de estudiante, exceptuando los pocos días que fue relevado por
German, y a pesar que este puesto
supondría cierto grado de mano fuerte y actitud totalitaria él fue todo lo
contrario, un tipo con apariencia de filósofo, de espíritu humanista y siempre
presto al dialogo y a la concertación, se podría decir que era el pedagogo por excelencia,
y uno podría pensar que una actitud de estas no contendría las huestes de
adolescentes díscolos, pero lo logró, fue
el vivo ejemplo de aquellos que promulgan que con el dialogo se pueden lograr
las cosas. Eran frecuentes sus
recorridos por los pasillos y corredores del colegio, verificando que todo se encontrara
en orden, y no estoy seguro si lo hacía a propósito o como una simple costumbre
el tomar el manojo de llaves de todas las puertas de los salones y girarlos en
el dedo índice de su mano, dando aviso a todo aquel que estuviese haciendo lo
que no debía, para que suspendiera sus
fechorías o escapara del sitio del delito…algo así como “si no te vi no te
acuso”. También era el encargado de
darnos la catedra de educación sexual, aun antes que el gobierno la
institucionalizara, sobra resaltar la calidad de sus conferencias y la facilidad
con la cual atrapaba el auditorio juvenil, si su esposa la profesora Deicy, nos
había enseñado como era que se hacían los niños, él nos enseñaba la forma responsable de no
hacerlos…o hacerlos. Es otro de mis
vecinos, vive a no más de dos cuadras de mi casa y ocasionalmente lo veo pasar,
me puedo considerar afortunado estoy rodeado por los viejos profes del colegio.
La
profesora Nelly tuvo un paso fugaz por mi vida académica, cuando yo llegue ella
ya estaba de salida, de modo que no fue
mucho lo que se pudo compartir, al parecer también había sido monja o algo
semejante pero ya no portaba los hábitos. Por un tiempo dio clases de idioma extranjero,
pero a mí solo me dio clases de educación estética y dibujo. En esos años había
cierta fijación por el dibujo técnico, con líneas, círculos y figuras
geométricas precisas enmarcadas sobre márgenes milimétricos, como si nos
preparasen para ser arquitectos, que junto con las prácticas agropecuarias nos
convertiría en algo así como arquitectos
agrícolas. La cosa era que a pesar de lo
delimitado de las formas nos daba la licencia para escoger el tema a dibujar…más
de una vez me reclamó muy sutilmente mis tendencia hacia figuras con cuernos y
expresión diabólica
“polo
Ud. otra vez dibujando diablos”
También
gustaba de la cerámica y figuras en arcilla y la única que hice que me quedo bonita
fue un patito que en un principio pinte de blanco pero que según mi parecer
quedaba muy simple entonces decidí pintar sus alas con el color de la bandera.
“polo
para que se tiraba el patico con esos colores, Ud. si es muy chambón”.
Cuando
abandonó la docencia se dedicó a dar clases de guitarra y luego ser la “manager”
de un reconocido grupo musical campesino del pueblo, los famosos “tinos”. Nunca pudo llegar a un disco de platino o
cosas por el estilo. Donde la tiene la vida no tengo ni idea.
La
profesora Lourdes fue un producto de exportación de la escuela Daniel Castro,
llegó al colegio cuando yo posiblemente ya cursaba decimo u once y entró dentro
del grupo de profesores orquesta, unos meses cubriendo la catedra de estética,
otros meses cubriendo la catedra de religión y otros la de inglés. De todas esos no estoy seguro cual me dio,
posiblemente ninguno, posiblemente todos, lo que hay que resaltar de la profe
Lourdes es su empeño en rescatar los valores folclóricos e históricos del
pueblo, actividad que empezó a desarrollar tiempo después de yo haberme
graduado; organizó el grupo de vigías del patrimonio, recuperó algunos tramos
del camino real que cruza el poblado (junto a otros docentes y estudiantes
claro está) y coordinó la edición de dos libros sobre mitos y leyendas de la
región. Aunque no comparto algunos de
sus enfoques, bien merecido tiene el título
de historiadora y folclorista. Es la
mamá de una de mis amigas de colegio la cual ahora también es profesora del
colegio, y de paso está relacionada con mi familia pues uno de sus hermanos es
esposo de una tía, y su mamá era amiga de mi abuela y en un pueblo todos son amigos
de todos y todos parecen familia de todos.
Creo que ya se pensionó y anda metida en el cuento de las pócimas mágicas de apellido “life” en la
que más de una vez ha tratado
infructuosamente de “iniciarme”. Tal vez
es con una de las profesoras con la que más tengo contacto, bien sea para
invitarme a charlas de sus pócimas o enviándome mensajes de wasap con contenido
magufo o mostrándome “las evidencias científicas de la existencia de Dios”. Que bien se siente no ser olvidado por los
profes.
La
hermanita Rosalba me dio clases de
religión, ya había escrito sobre ella, pero solo la reseño nuevamente porque también
fue profe del colegio.
La
hermana Mercedes hacía parte del grupo de monjas de la congregación del divino
amor, las mismas que manejaba el ancianato, el internado y el kínder, fue del
grupo primigenio que aterrizó con el padre Carmine Carrato y compañera de la hermana
Vicenzina, aunque ella no era italiana sino nicaragüense. Fue la encargada de
darme clases de religión (se suponía) filosofía y educación sexual…si, a mí me dio educación sexual una monja y
sinceramente no se quien sentiría más vergüenza, si ella exponiendo esos temas
pecaminosos o yo exponiendo a la clase el tema de investigación “poluciones
nocturnas” ¿Cómo decirle a una monja que
eso es lo que le pasa a uno cuando se está muy arrecho y al no aguantar el
cuerpo tanta abstinencia justificado con un sueño erótico termina uno lavando
cobijas a eso de la media noche?. En el área de filosofía no fue mejor, su
método de estudio lo explicó de esta manera:
“yo para que algo se me grabe lo que hago es
leerlo una vez, y luego otra vez y luego otra vez hasta que me lo memorizo”
Y
lo aplicó con todas las de la ley a sus alumnos, sus clases eran un dictado
eterno de filósofos, fechas, orígenes y un resumen de sus pensamientos…y así a
lo largo de todo el año, escribir y escribir
hasta que por saturación se nos quedara algo en la cabeza…de filosofía
no aprendí ni pito, lo poco que se lo he aprendido ahora cuando en ocasiones me
engarzo con creyentes en foros de debate. De todas las monjas fue la más allegada a mi
casa, amiga íntima de mi tía hasta el último día de su vida, fue la encargada
de velar por ella en mi ausencia sirviéndole de
consuelo espiritual, cargó a mi hijo mayor el día de su bautismo y en
muy contadas ocasiones se acercó a darme
algún consejo a sabiendas de mi actitud ante su religión, no se iba con rodeos, iba al punto: “tienes
que estar pendiente de tal cosa” o “está atento con tal otra” nada de predicas
baratas, todos sus reclamos o sugerencia iban encaminados a asuntos prácticos.
Por
muy poco creyente que sea y por mucho que despotrique del catolicismo tengo que
reconocer que este grupo de mujeres vestidas de blanco fueron el fiel ejemplo
del ideal que profesan los cristianos, mujeres que entregaron sus vidas al
servicio de una comunidad de una manera desinteresada, alegre, con el único
deseo de alcanzar el bienestar de sus congéneres, aun sobrepasando todos sus
defectos, dieron lo mejor de sí a cambio de nada. De aquellas primeras “hermanitas” recuerdo a
la madre Dina, a sor Vicencina encargada del kínder, sor Victoria del
internado, sor Inés del ancianato, sor Lucia del grupo de acólitos y sor Mercedes
en el colegio, llegaron muchas más, unas
se fueron, otras murieron, otras aún están en su casa en la parte de atrás del
templo, actualmente quedan a lo mucho
dos o tres que me miran con recelo pues las malas lenguas dicen que me volví evangélico
(¿?) y se escuchan rumores de que posiblemente salgan definitivamente del
pueblo, sería una lástima, y también es una lástima la indiferencia de generaciones
que crecieron bajo su tutela. Lo último
que supe de la hermanita Mercedes es que fue llevada a un sitio de retiro para
monjas, carcomida por los años.
Cuando
el profesor Jaime dejó el cargo de rector fue remplazado por la profesora Martha
una mujer cuya corpulencia se resaltaba aún
más con la moda de las hombreras remanente de los ochentas, a pesar de su
carácter jovial irradiaba respeto, aunque nunca nos dio clases, pues no era su
función, si estuvo íntimamente relacionada con todos los estudiantes,
diariamente dos o tres terminaban en su oficina cuando las cosas pasaban de
castaño a oscuro. No sé cómo será en otros colegios, pero ella gustaba estar en cuanta actividad, paseo, fiesta o
excursión se pudiese, de modo que fue una presencia constante a lo largo de
toda nuestra vida académica. Aún recuerdo la cara de felicidad cuando en grado
once llegó con los resultados del icfes, los cuales ese año habían tenido un
notorio ascenso, me imagino que una victoria de los estudiantes es una victoria
del rector. Actualmente no sé si está
trabajando o ya es pensionada, pero de vez en cuando me la encuentro por las
calles de la ciudad y su sonrisa y abrazo efusivo y sincero no se pasan por
alto.
Mi
primer profesor de matemáticas fue el profesor Alfonso Flórez, con acento opita
marcado, voz fuerte y una fácil
inclinación al mal genio, me imagino que
si hubiese retrocedido una o dos décadas,
habría sido uno de aquellos
docentes que sin ningún remordimiento habrían tomado su regla y la habrían
hecho estallar en la espalda de cualquier alumno despistado, pero como eso de
la violencia y la letra con sangre ya estaba pasando de moda se limitaba a dar
dos o tres regaños y seguir con la clase. Era el papá de uno de los cinco
compañeros con los cuales me gradué y está pensionado viviendo en una finca en un
pueblo cerca de la capital, o al menos
eso fue lo que me dijo uno de sus hijos que es cura y que antes de despedirse
me preguntó por el blog, yo le contesté
que iba bien, escribiendo de vez en cuando, y desde la puerta me lanzó una
mirada de “impío del carajo ya me puedo imaginar las cosas que escribe”.
El
siguiente profesor de matemáticas y afines (algebra, trigonometría y mas) fue
el profesor Molano, reconocido por sus
novedosos métodos de enseñanza que
mezclaban dinámicas, juegos mentales y problemas prácticos que no
necesariamente hacían más fácil su materia pero si muy llevadera. Su premisa
era despertar la mente de sus pupilos, hacer que de esta salieran ideas y que
con la ayuda de los números resolvieran problemas prácticos. Solía formar grupos de 3 o 4 estudiantes y
que estos se apersonaran de el a lo largo del año, a tal punto de ser necesario
crearle slogan y bandera, el mío era “los depredadores” por aquello de la
película “depredador”, no fuimos tan salvajes como el personaje pero tampoco
quedamos tan mal, es que había compañeros que tenían una facilidad brutal para
ganar las competencias entre grupos,
resolviendo problemas y ecuaciones contrarreloj y realizando los famosos
ejercicios de “cuanto es 2 más 3 por 5 más 10 menos 20 por 8 más 3 menos 100 más
100 por 2 por 3 por 1 por 5 más 2” y ganaba el que diera el resultado correcto en los 5 segundos restantes, creo que le di a
dos de esos retos y uno fue de pura chiripa. En definitiva era imposible
quedarse dormido en sus clases y menos perder la concentración. Desconozco si todavía ejerce como docente,
cierto día lo encontré en un ascensor de la clínica, estábamos solos los dos,
no se si no me reconoció, yo llevaba una barba de varios días y algo he cambiado desde mis años de colegio
(según opinión de muchas damas para mejor) yo tampoco le hable, lo vi tan ensimismado,
tan ajeno al mundo que lo rodeaba que preferí guardar silencio, es que uno cuando entra a una clínica no lo hace
por cosas agradables. De él también me
queda una anécdota: en cierta ocasión, en clase, mientras nos proyectaba el
futuro de su hijo, comentaba que él le
había dicho que lo mejor era que fuese médico, pues a final de cuentas la gente
a toda hora se enfermaba, pero su hijo
había contestado que prefería ser
abogado. No era de su mayor agrado pero era su decisión y había que
respetársela, además era una buena
carrera. La vida en ocasiones tuerce los
caminos de formas que uno no piensa, y cambió drásticamente los planes de su
hijo… curioso ver como se necesitó que pasase una generación
para que aquello que se dijo aquel día se hiciera realidad, sería su nieto quien con todos las ganas terminara
realizando el deseo de su padre. Hijo de
una de mis amigas de colegio, estudia derecho, parece que ama lo que hace y que
día se metió en aguas pantanosas debatiendo sobre religión con quien esto
escribe. Jóvenes díscolos los de hoy en día.
El
ultimo profesor de la lista y el ultimo profesor de matemáticas fue el profesor
Odilio, hombre de hablar pausado, caminar tranquilo, que sabía tomarse la vida con calma, a pesar
de dar la apariencia de hombre pasivo,
era todo lo contrario, fue quien trajo la tecnología informática al colegio,
por no decir al pueblo, quien cacharreaba con su PC vetusta, cuando solo
existía el insufrible D.O.S o Linux, al punto de ser el encargado de
sistematizar los informes académicos, en unas tiras de papel verde pálido,
donde quedaban claros los puntajes, promedios y puestos de cada
estudiante. Fue también el profesor con
el cual, en bus mochilero y por
carretera destapada viajamos de excursión a San Agustín cuando cursaba
noveno grado, quien con la mayor naturalidad del mundo me abonó unas décimas a
la nota de algebra de un periodo para que no la perdiera y quien cada vez que armábamos el desorden en
clase nos decía con su tono lento y bajo que algún día comprenderíamos que la
vida no solo era recocha y estupidez.
Amante de los artilugios tecnológicos rescató varios recuerdos de mi
infancia que se encontraban encerrados en unos videos en formato beta, y luego
de abandonar su trabajo de profesor se dedicó a rescatar la memoria visual y
cultural del pueblo que lo había visto nacer.
A pesar que la diabetes lo fue consumiendo poco a poco nunca se dio por
vencido y supo disfrutar su pensión al máximo, gozando los placeres que da el dedicar el tiempo a uno
mismo y a quienes se ama, y aunque sus riñones le jugaron una mala pasada y lo arrinconaron a la diálisis, supo ganarse la lotería de la
vida con un trasplante, y en el último minuto, cuando ya había superado todos los obstáculos,
cuando la línea de victoria estaba a dos pasos, la parca mayor
cortó el hilo que lo tenía atado a este mundo. Junto a Hermes, Jaime y Gilberto era otro de
mis vecinos y murió hace pocas
semanas. Esa noche, antes que llevaran
sus restos a la tierra que siempre había amado,
fui a darle el último saludo, el adiós necesario e inevitable.
31
años después de aquella mañana de lluvia y desconcierto en el salón del kínder
en mi primer día de clase, fui yo quien
tuve que acercarme a la mujer que en ese entonces me había entregado aquel juguete de trapo para que no cayera en
llanto, y de la mejor forma que mi natural parquedad me permitió, devolverle
ese gesto de cariño ahora que ella era quien tenía que soportar el
desconcierto. Odilio era el esposo de la
profesora Nohora, la primera profesora de las muchas que han pasado por mi
vida.
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