1/05/2020
Hace dos días, o mejor, dos noches para ser más preciso, en
el momento en que ya llevaban varios minutos pasados de la marca de la media noche en el reloj de la pared,
mientras recostaba mi cabeza en una colchoneta inflable, en una habitación que
resalta el inmenso calor del verano tropical de la ciudad, auto desterrado a
ese lugar gracias al terror de un virus asesino que recorría las calles. En ese lapso de tiempo en el cual la
conciencia inicia su disolución y da paso a nuevos egos, nuevas vidas ocultas
en instantes de vida en suspensión;
aquello que quedaba de mí y que bien podría ser otro yo, entablaba
alguna insulsa charla con una mujer de mediana edad, con cabello negro y vestido de flores
pequeñas. Repetía una y otra vez una
palabra, la conjugaba en sus distintas formas y modos mientras yo
correlacionaba su significado con aquello que claramente lograba entender. Santunear me dijo la mujer, santuneo, dije, y
en múltiples formas las combinamos, con algo cotidiano, particularmente
especial pero definitivamente cotidiano.
Santuneo… santunear se siguió repitiendo en mi cabeza, y en el último halito de conciencia no
onírica, desperté rápidamente y lo escribí, pensando que posiblemente dicha
palabra existiera en otro contexto o con otro significado.
Hoy por suerte la recordé y una breve y ligera búsqueda he
realizado. Al parecer dicha palabra no
existe. Sé cómo se forma, se cómo se
conjugada, conozco su pasado, su pretérito y su incierto futuro, pero lo que más me causa curiosidad es que
desconozco su significado, es como un
recipiente ilusorio repleto de vacío.
Tal vez estoy santuneando.
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