latecleadera

miércoles, 30 de julio de 2014

Recordando a mis amigos los curas


Para las personas que me conocen, leer este título puede sonar un poco extraño. Apóstata del cristianismo (al que considero uno de los grandes males de la humanidad)  blasfemo la mayoría de las veces, hereje en un pasado y ateo naturalista hoy (¿o naturalista ateo?).  Pero mi intención  –al menos hoy- no es entrar en controversia sobre la iglesia católica, apostólica y romana,  simplemente quiero rescatar de mi memoria un viejo personaje.


Crecí al lado de mis abuelos y tíos abuelos, conservadores a ultranza y católicos hasta el tuétano. En mis años de colegio la misa era el escenario previo para los continuos y fallidos intentos de conquista,  allí entre las bancas de madera, los cánticos, alabanzas  y las figuras de yeso de  santos, se desarrollaba una subrepticia pasarela, donde las chicas exhibían sus mejores galas y entre cuchicheos enmascarados en oraciones lanzaban miraditas cómplices a su futuro príncipe azul, luego, al terminar la ceremonia, en el tumulto que se formaba en el atrio  y posteriormente en el parque central, al amparo de la sombra de los almendros y el samán majestuoso, se concretaban las inocentes promesas de amor.  Yo nunca concrete nada, la combinación de fealdad y timidez nunca daba buenos resultados, todo se quedaba en ganas.  De modo que quise ver los toros desde la barra y en este caso desde el altar y me matricule como monaguillo. Allí  aprendí todo el protocolo litúrgico; toqué la campanilla, quemé incienso, quede en infinidad de fotos de matrimonios y bautizos, nunca me tome el vino de consagrar (pues era pecado) pero si me  saque unas cuantas monedas de la limosna (aunque  era pecado se anulaba con algún artículo del código laboral vigente que defendía los derechos salariales de los monaguillos) -gajes del oficio-.  Y en todo este mundo pude conocer a muchos sacerdotes.   Los había paranoides que veían brujos y maleficios por todos lados, que capturaban la energía del sol y al mejor estilo de pastor evangélico de tv  curaban transitoriamente enfermos en misas shows.  Existían los tacaños y regañones  que antes de dar la última y tan anhelada bendición de salida abrían un paréntesis para reprender las conductas reprochables que se le habían escapado del sermón principal, y claro para recalcar la necesaria limosna. Los había gigolos y simpáticos, con amplia fanaticada femenina que entre viejitas y quinceañeras  llenaban la mitad del templo. Estaban los de voz fuerte y discurso incendiario que recordaban las diatribas de Gaitán, los había que hablaban y no se les entendía nada o a los que se les entendía pero no decían nada. Los de pensamiento mágico,  los de arengas progresistas y también estaban los seminaristas que antes de jurar castidad hacían de las suyas con las muchachas que gustaban de su santa compañía. (Gracias a la intercesión de María santísima y las ánimas benditas,  esos curas de retorcidas inclinaciones sexuales no llegaron a la parroquia, ese lote defectuoso se distribuyó en otras partes)



Y entre toda es variopinta fauna monacal sobresalió uno.  Vino de tierras europeas,  cabello castaño  ondulado, barba  profusa, acento italiano, vistiendo siempre guayaberas -como García Márquez-, quemando un cigarrillo tras otro bajo su mirada reflexiva.  Se llamaba Carmine Carrato y aterrizó en mi pueblo a inicios de la década de los ochentas.   a estas fechas  (como es de irónica la vida) es una de las pocas personas que admiro.  Como muy pocos hombres de dios lo hacen, recuerdo haberlo visto con botas pantaneras, embarrado hasta el cuello, trabajando hombro a hombro con sus feligreses mientras pavimentaban las enlodadas calles del caserío, lo vi cargando piedras y liderando una marcha donde todos y cada uno de los habitantes llevaría un ladrillo como aporte para construir la casa de los ancianos.  Una casa vetusta la transformo en hogar para las niñas y jovencitas de las veredas que querían estudiar en el colegio, el famoso “internado” que dio nacimiento a más de una historia de amor y desamor.  A un lote baldío de la parte trasera del templo lo adecuo para que fuese el kínder, donde los niños aprendieran sus primeras palabras,  y como no confiaba mucho en el sistema educativo nacional puso a  una monja italiana para que lo administrara, la cual junto a una profesora del pueblo serían  las encargadas de enseñarnos nuestras primeras letras.


No gustaba de misas largas,  los sermones solo los daba los fines de semana,  le molestaban las misas de rogativas y las frecuentes muestras de superstición que aparecían en su rebaño.  Las malas lenguas susurraban de un romance prohibido, y al final, cuando vio que ya había hecho suficiente, cuando sintió que la comodidad lo estaba asfixiando, decidió tomar un nuevo rumbo, por pocos años estuvo en otro municipio según me entere,  trabajando por los ancianos,  después en un arranque de locura o vocación, lo abandono todo y dejo caer su humanidad en tierras marginales de Nicaragua  donde continuó haciendo lo que le gustaba, trabajar por  aquellos que según parecía, su santo patrón había abandonado. 

Acomodando el título de un libro barato “¿Por qué le pasan cosas malas a la gente buena? “ Todos esos cigarrillos sempiternos amigos, le cobraron factura y el cáncer apareció en su garganta,  tuvo una mejoría parcial que le permitió regresar al pueblo por pocos días a rememorar los viejos tiempos y  llorar los amigos perdidos.  Regresó a su natal Italia y contra todos sus deseos murió a los pocos meses, a sus 64 años. En su memoria solo se erigió un modesto busto  frente al  ancianato por el que tanto luchó, muchos pasan y preguntan ¿Quién es?


Hace poco hable con un amigo que en un ataque de locura quiso seguir la vida sacerdotal, tuvo la fortuna de acompañar aquel hombre en sus últimos días de vida, me imagino que hablaron de mucho o tal vez de nada, me hubiese gustado estar allí en medio de sus charlas y nuevamente ver esa expresión  reflexiva con visos de incertidumbre que me lanzó el día que me entregó el diploma de preescolar... 




De vez en cuando y puede que por equivocación, paso frente a los templos de la ciudad, atiborrados de gente,  al fondo veo un hombre con sotana pulcra, en el furor de su discurso, en la comodidad de su castillo contemporáneo. Algunos arrogantes, otros ingenuos, otros simples palabreros que no salen más allá de sus elucubraciones mentales.

En mi muy personal opinión, es una desgracia que ellos aun conserven tanto poder dentro de la población,  que bueno sería  que en algún momento dejaran sus inmaculados ropajes,  se quitaran su alzacuello y hundieran el pie en el barro físico y espiritual que embota su comunidad. Sé que hay muchos como el, ojala sean mas.


1 comentario:

  1. Bonito recuerdo de una gran persona. Me consta que existen muchos como él, invisibles salvo para las vidas que tocan, porque su trabajo no es lucir, sino hacer.
    No comparto su fe, pero admiro su humanidad.

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