Alfonso siempre tenía algo
particular para decir o para hacer, poco
se sabía de su pasado, o tal vez poco había averiguado sobre él. Pasaba su vida en un cotidiano deambular por
las casas de aquellos que en épocas de pasiones y juventud habían sido sus amigos o patrones, pertenecía a aquel grupo de personas que
nunca pudo echar raíces en algún sitio, más que por falta de oportunidades,
por esa incapacidad de llegar a ser una persona ajena a la vida de los demás. Llegaba siempre en el momento menos
esperado pero era recibido con agrado y su plato de comida
siempre estaba preparado por si acaso.
El primero en recibirlo era el perro de turno que entre saltos y
algarabías caninas daba noticia de su llegada. Dormía en ocasiones en la habitación que me
servía de área de juegos, o si esta por
alguna razón estaba ocupada por algún inquilino, lo hacía en el sillero, donde
tendía un catre sonoro y al amparo de la luz de una vela, bajo los aperos y
frenos de caballos, cerraba la puerta y dejaba para si esos escasos momentos de
privacidad en casa.
Era moreno y lampiño. Con una barriga de buena vida, el cabello negro pulcramente peinado y un diente de oro que sabía relucir, pues siempre esbozaba una
sonrisa un poco conformista. Reía a
carcajadas de todo y de todo conocía un poco;
él fue quien me dijo cuál era la capital de los Estados Unidos y me
recitó muchos de sus presidentes;
mi tía decía que cuando era joven sabía tocar la guitarra y el acordeón pero que nunca finalizaba su función pues terminaba ebrio, recostado en
cualquier árbol, profundo como una cuba. También era un artesano y autodidacta
admirable; si alguna silla se dañaba el
encontraba la manera de arreglarla, construía jaulas de alambre y aparatejos en
madera; en sus momentos de ocio pasaba horas y horas tejiendo chiles de pesca
mientras mascaba un tabaco oscuro que mitad comía, mitad fumaba. Fue quien me mostró por primera vez como
se fundían pedazos de plomo para convertirlos en el peso de sus redes mientras contaba historias de esas que solo se le ocurren a aquellos que viven
a la orilla del río - allí era donde vivía- cerca de la finca de don Rafico y doña Isabel,
y fue por él que los conocí, a ellos y a sus hijos, de los cuales solo
recuerdo a Serafín porque tenía una guitarra chillona de la cual trataba sacar acordes sin mucha suerte.