Fue un sábado en la noche, lo
recuerdo claramente. Alfonso Lizarazo acababa de rematar su programa con el
típico “y la próxima semana más cuenta chistes”, a lo lejos la discoteca “mil
uno” dejaba escapar los merengues
de jossie esteban y la patrulla 15, intercalados con el -pum pum mami mami - del
general. Mis tíos abuelos alistaban sus
bacinillas para las urgencias que pudiesen llegar en la madrugada, y con
parsimonia, la parsimonia típica que dan los años bien vividos, murmuraban las
ultimas oraciones para antes de dormir.
Era una noche solitaria; en la calle ocasionalmente se escuchaba el
motor de alguna motocicleta a toda velocidad o el ladrido fugaz de un perro
prófugo. La luna llena se desprendía del
horizonte y con su luz trémula eclipsaba el titilar de miles de estrellas en un
cielo despejado, corría una brisa
fría que movía rítmicamente las ramas de
los naranjos, tanto los de mi casa como los de mis vecinos, y yo, en la cúspide de mis
quince años, con las hormonas alborotadas, sentado en la oscuridad del patio de
la casa, dando buen fin a la
merienda nocturna; pensaba que era la noche ideal para tener un
cálido cuerpo de mujer al lado, alguien
a quien susurrar palabras llenas de poesía y cubrir de besos tiernos (en
aquellas épocas era un romántico empedernido, defecto que con los años pude remediar). Y mientras divagaba en elucubraciones
telenovelescas… ocurrió. En un principio
su imagen paso desapercibida sobre los tejados circundantes- que con facilidad
podía observar desde mi posición- luego, rápidamente rebobine aquellos
escenarios que sabía de memoria, y me percate que sobraba algo, preste mayor atención y allí la vi: discreta, tranquila, inmóvil - posteriormente pensaría que a la
espera de ser descubierta- y en cuestión
de segundos desapareció para reaparecer algo más adelante, fulgurante, con un
movimiento lento y uniformemente rectilíneo, tratando sagazmente de confundirse con
todas aquellas cosas que la noche promete a sus observadores. Un frio
de excitación recorrió mi espina dorsal, ¡lo que tanto había soñado en
infinidad de ocasiones estaba ocurriendo! Aquella esfera luminosa de color azul blanquecino,
tan brillante como sirio en una noche de
luna nueva, estaba cruzando justo frente a mí, ¿a qué distancia? No lo podría
saber a ciencia cierta, tal vez unos dos o tres kilómetros y no más de un
centenar de metros sobre el suelo; era
mi primera vez, era la primera vez que observaba un OVNI. La nave, pues no podría ser otra cosa,
(mis profundo conocimientos
astronómicos, meteorológicos y astronáuticos descartaban que fuese algo
más) a los pocos minutos se perdió entre
unas montañas lejanas, sobre las cuales se avecinaba una tormenta.
De todas las pseudociencias, la
ufología es mi favorita, tal vez sea porque desde niño siempre he levantado la
vista al cielo y me he maravillado con aquella multitud de lucecitas inquietas
que esconden tras su brillo infinidad de secretos. Tal vez sea por el hecho de
soñar en ocasiones con artilugios metálicos que aterrizan en mi casa a
cualquier hora del día, entre humo y vendavales. Tal vez sea porque aun guardo aquella
costumbre infantil de seguir la estela de vapor (chemtrais les dicen ahora
algunos conspiranoicos) que dejan los aviones y tratar de ubicar el minúsculo
punto metálico que la produce perdiéndose en el horizonte. Tal vez sea porque se necesita tener ciertas
tendencias esquizoides para que a uno le gusten esas vainas.
La ufología era la ciencia (si la
ciencia pensaba yo) que daría respuesta a todas las incógnitas de la humanidad.
Quien si no aquellos seres de morfología
incierta, con su tecnología a años luz de la nuestra, los que nos darían las
respuestas a las típicas preguntas de pre adolescentes, ¿Quiénes somos? ¿De
dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? Y las que se desprenden de aquellas, como ¿quiénes
construyeron las pirámides? (obvio los egipcios no, eran demasiado estúpidos
para hacerlo) ¿cómo se viaja más rápido que la velocidad de la luz? ¿Dónde
queda la casa de ET y que paso con la orden de los jedais?
Y antes que todo este cuento
terminara en el sancocho paranoide científico místico religioso, donde pululan
las energías que no son energías pero que sí lo son, los universos alternos
donde buda, Jesús y algún comandante de una flotilla de la confederación
galáctica están atentos a nuestra evolución, más que corporal, espiritual, y donde se fragua una lucha
encarnizada entre reptiloides estelares e intraterrenos, reticulianos,
pleyadianos, sirianos, gaminedianos y un sinfín de anos antropomórficos. Antes de todo esto, cayó en mis manos un
librito profusamente ilustrado, que con contundentes pruebas arqueológicas y antropológicas
nos evidenciaba que nosotros no estábamos
solos en el universo, nunca lo habíamos estado, “ellos” siempre habían estado aquí. Ese librito era de
uno de los padres de la “arqueoufologia” o mejor dicho, “de los teóricos de los
antiguos astronautas” Erik Von Daniken, hotelero y estafador suizo, que postulo
una serie de ideas algo descabelladas pero que curiosamente tienen sentido. Los
humanos o bien descendemos directamente de linajes extraterrestres, o
somos animales nativos de la tierra pero
modificados genéticamente para convertirnos en humanos, o somos humanos
civilizados abruptamente por enviados del espacio. Y las pruebas de ello están en cuanta piedra,
petroglifo, escultura, pintura, vasija o leyenda del pasado que nombre una cosa llamada dios. Desde la biblia hasta las falsificaciones que
venden en San Agustín, todo, absolutamente todo proviene de estos “alienígenas ancestrales”
(cabe resaltar que History Chanel se encargó de darle un inusitado renombre a
dicha teoría, pasando de lo meramente especulativo a lo completamente absurdo).
Pero vuelvo al libro, a uno de
los tantos de la producción de Daniken,
el que tuve en mis manos y que se perdió en manos de un compañero de
universidad (al cual le compartí el secreto –no estamos solos-) era “el oro de
los dioses” donde se narran las aventuras del escritor en las cuevas de los
tayos en Ecuador, recorriendo pasadizos
en cavernas, siempre con cautela, no fuera ser que algún rayo láser activara
alguna trampa, luego en el museo del padre Crespi, en Cuenca, repleto de láminas
de metal ¿oro? Donde la historia perdida de la humanidad esta ricamente
ilustrada (a estas alturas de la vida no sé si aquellas laminas son en realidad restos arqueológicos o falsificaciones, y que paso
con ellas después de la muerte del padre)
luego se pasó al análisis de
leyendas aborígenes americanas y
polinesias, se repasaron tesoros
precolombinos y egipcios y por supuesto, las obligadas narraciones y
descripciones astronáuticas que aparecen en la biblia y en los textos sagrados
indios. El libro podrá ser muy
especulativo, muy fantasioso o peligrosamente ligero, pero en el recorrí
infinidad de culturas y bien o mal algo aprendí de ellas, eso sin contar que en
cada página aparecía la correspondiente ilustración con su debida explicación. El tipo no será arqueólogo, ni astrónomo, ni científico
pero de hacer libros para vender, sí que
sabe.
Daniken y su producción literaria
(de los cuales me he leído apasionadamente tres) bien puede formar parte de la época
de oro de la ufología. La que aun sembraba dudas, la que no estaba contaminada
con las tendencias de la nueva era. Más que libros que pretendían pasar como científicos,
serian verdaderas joyas de la ciencia ficción: guerras estelares, prófugos galácticos,
romances entre héroes cósmicos y
doncellas aborígenes, nada que envidiar a Star Wars de George Lucas, o las intrigas marcianas de
Edgar Rice.
Muchas veces, cuando la noche es
solitaria, la luna se alza sobre el horizonte y la brisa mueve las ramas de los
naranjos, me gusta pensar que la luz indeterminada de aquella noche, fue la
nave exploradora de un osado aventurero de una estrella lejana, buscando
respuesta a preguntas aun no formuladas.
Oiga, ¿dónde encuentro la nota sobre Jaime Ricardo Guio?
ResponderEliminar"un bambuco por favor" y no es sobre jaime es sobre su compañero eduardo
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