latecleadera

jueves, 27 de noviembre de 2014

Doce monos



En ocasiones despertaba en la madrugada  algo sobresaltado, era el mismo sueño, para muchos podría pasar como pesadilla, para mí un anhelo remoto, enclaustrado en lo más profundo de mí ser.  Despertaba recordando aquellos artefactos metálicos que descendían de nubes tormentosas en medio de un cielo azul solar.  Siempre se posaban frente a mí, expectantes, misteriosos.  me acercaba y los tocaba, rozaba con mis dedos sus botones, sus ángulos y antenas, para finalmente verlos nuevamente partir al infinito celeste - en una onírica alteración temporal-  en un anochecer cuando las primeras estrellas se asomaban, la brisa fría movía las copas de los arboles con pocas hojas y muchas flores y los aromas de la cocina de las casas cercanas lo inundaban todo;  nadie se percataba de nada, todo el mundo seguía absorto en su vida, en lo cotidiano de su existir, mientras, yo veía como un punto luminoso irregular se confundía en las nacientes constelaciones.  Se convertiría en un delirio nocturno recurrente, podrían cambiar sus formas, desde simples esferas plateadas no mayores a un balón de futbol a gigantescas  ciudades angulosas y silentes, pasando por discos luminosos, catálogos de naves peliculeras, aviones de diseño anti aerodinámico y finalmente un cohete que entre nubes de gases de ignición descanso su estructura en el patio de mi casa, entre los arboles de golgota, naranjos y orquídeas.  Solo en esa ocasión vi uno de sus ocupantes; por fortuna mi cerebro me protegió de duendes verdes, zoomórficos invasores, seres de luz mesiánicos, enanos cabezones o nórdicos profetas. Aquel tripulante que simplemente se limitó a bajar de su aparato era un humano, alto como seria cualquier hombre ante los ojos de un niño, forrado en su traje espacial blanco  con insignias desconocidas, con sus instrumentos de investigación y navegación saliendo del equipo que llevaba en su espalda  y un enorme casco que desprendía visos iridiscentes al incidir los rayos solares sobre él.  Se acercó, solo necesito unos pasos, y bajó su imponente humanidad a mi altura, el visor era oscuro como el espacio, tras el no pude ver nada, no había nadie que me hablara, nadie que me interrogara con su mirada, solo vi una imagen, la del único viajero estelar, vi mi reflejo  sobre aquel cristal, vi la cara de un niño lleno de curiosidad.  El astronauta se irguió de nuevo, me dio la espalda, entró al cohete y nuevamente, entre el destello de las toberas, las nubes de humo diseminándose por todas partes y el estruendo de los motores arrancando,  se elevó  dejándose caer en un azul infinito.


Se podría considerar que nacimos en una época afortunada, una época de transición, los grandes avances tecnológicos que obligaron a la humanidad a levantar la cabeza y mirar las estrellas como una posibilidad germinaron al compás de los gametos que nos formaron,  se desarrollaron mientras nosotros veíamos al chavo del ocho y discerníamos si en efecto descendíamos del mono. Por desgracia crecimos a ritmos distintos, ellos, como un ser mitológico sobre el cual el tiempo solía discurrir lentamente, solo se limitaban a dar incipientes pasos, temiendo perder el equilibrio en alguno de ellos, nosotros, cuerpos desenfrenados corriendo a toda velocidad, en espera de chocar pronta e inexorablemente con la puerta que todo lo detiene.

En nuestros sueños y deseos no solo  habíamos conquistado el sistema solar, ahora, a expensas de motores de hiperespacio saltábamos de estrella en estrella, de galaxia en galaxia, en busca de nuevas formas de vida, curiosamente antromorfizadas, buscando siempre extender la eterna paranoia de nuestra sociedad.  A tal punto llego nuestra ilusoria arrogancia, que al salir de aquel mundo, que amigablemente titulamos como ciencia ficción, y ver la realidad de nuestra situación, esta solo nos provocaba un respingo y una frase insulsa y despectiva ante la lentitud de lo que a ciencia cierta éramos.  Simples homínidos lampiños jugando a lanzar piedras a las nubes.

Lo curioso en que en nuestra estupidez, nos consideramos aún más estúpidos de lo que deberíamos a tal punto de negar  (so excusa de la mejor ignorancia de la que podamos hacer uso) que en algún momento rompimos  el manto azul vitelino y cruzamos el canal de parto gravitacional para nacer como humanos cósmicos.

A mi  pesar, y creo que al pesar de muchos, lejos de las confederaciones galácticas, de los imperios interestelares, de las colonias planetarias, de los piratas espaciales asechando en asteroides, de las estruendosas luchas al borde de las nebulosas,  lejos de las estrellas alejándose como árboles en el retrovisor luego de activar el hiperespacio, o de intrincados motores que nos lleven a la velocidad de la luz y más allá.  Lejos de las colonias humanas en Ganimedes, y de la infinidad de naves y flotillas de platillos estacionarios en la cara oculta de cualquier planeta vecino, lejos de todo esto,  solo 12 hombres han devuelto la mirada y sobre sus cabezas han visto la esférica forma de un mundo azul frágil.  Solo 12 humanos han estado a más de 380.000 km de la tierra.  Solo 12 descendientes de monos come piojos han pisado una de las lumbreras ancestrales.  Del resto de 7000 mil millones de humanos, no más de 600 han estado a más de 100 km de distancia de la superficie terrícola y todo para ahí.  Desde el momento en que Yuri Gagarin en 1961 le dio la vuelta a la tierra en 108 minutos hasta la última que dio la estación espacial internacional hace pocos instantes, el grupo de personas que ha compartido esta experiencia perfectamente podría caber en un centro comercial común y corriente.  De pie en la orilla de la inmensidad del océano cósmico, la humanidad solo recibió la espuma de una ola en sus pies.


Hace poco leí un artículo en un diario nacional en el cual el autor comentaba que la misión Rosetta no había sido nada particular, que el módulo Philae había cometizado “de chimba” por no utilizar otra palabra,  que ¡qué barbaridad como eran de brutos esos científicos que mandan aparatos al espacio!  ¡Qué cosa tan fácil y se enredaban en nada!  En fin,   ¡qué brutalidad como es que aún no hay planes vacacionales para fin de año en alguno de los tantos mares que tiene la luna…!

Cierro los ojos y nuevamente veo mi rostro reflejándose en el casco del astronauta onírico. Los abro y me pregunto quiénes son Neil Armstrong,  Edwin "Buzz" Aldrin, Charles Conrad, Alan Bean, Alan Shepard, Edgar Mitchell, David Scott, James Irwin, John Young, Charles Duke, Eugene Cernan y Harrison Schmitt, anónimos personajes, algo  menos que san Simón el estilita cuya fiesta se celebra el 5 de enero  y que como mucho solo atino a pasar gran parte de  su vida encaramado en una columna hasta que una nalga se le infecto.

No recuerdo el momento en el cual supe que Neil Armstrong  había sido el primer hombre en pisar la luna, es probable que lo aprendiese en el colegio  o  ya lo había leído en el álbum de chocolatinas. Tal vez solo fue un comentario fugaz del profesor, algo sin mayor relevancia.  Hoy estoy a la espera de que mi hijo Ángel llegue un día de la escuela, mientras cursa el tercer grado y me recite la lección de historia astronáutica, me preocupa que se la dicte la misma profesora que descalifico la fiesta de Halloween por considerarla festividad del maligno, ¿Qué podrá opinar de Gagarin o de Valentina Tereshkova? O en el peor de los casos, ¿cuál será la idea que quede en su mente cuando una presentadora de estilo RCN o Sergio Barbosa sean los encargados de explicar la muerte de Laika?


Cierro los ojos y nuevamente veo mi rostro reflejándose en el casco del astronauta, y lo veo nuevamente dándome la espalda y elevándose al firmamento.  Nunca más volví a soñar con él, desapareció en el horizonte galáctico, el mismo que hoy pocas veces contemplo, siempre salgo del trabajo y las luces de los edificios y los autos me encandilan, luego el noticiero me sumerge en sus historias y diluyo las horas de la noche resolviendo problemas simples de Candy crush y pet saga.  ¿Será por eso que nunca más lo volví a ver?

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