En ocasiones despertaba en la
madrugada algo sobresaltado, era el
mismo sueño, para muchos podría pasar como pesadilla, para mí un anhelo remoto,
enclaustrado en lo más profundo de mí ser.
Despertaba recordando aquellos artefactos metálicos que descendían de
nubes tormentosas en medio de un cielo azul solar. Siempre se posaban frente a mí, expectantes,
misteriosos. me acercaba y los tocaba,
rozaba con mis dedos sus botones, sus ángulos y antenas, para finalmente verlos
nuevamente partir al infinito celeste - en una onírica alteración temporal- en un anochecer cuando las primeras estrellas
se asomaban, la brisa fría movía las copas de los arboles con pocas hojas y
muchas flores y los aromas de la cocina de las casas cercanas lo inundaban
todo; nadie se percataba de nada, todo
el mundo seguía absorto en su vida, en lo cotidiano de su existir, mientras, yo
veía como un punto luminoso irregular se confundía en las nacientes
constelaciones. Se convertiría en un
delirio nocturno recurrente, podrían cambiar sus formas, desde simples esferas
plateadas no mayores a un balón de futbol a gigantescas ciudades angulosas y silentes, pasando por
discos luminosos, catálogos de naves peliculeras, aviones de diseño anti
aerodinámico y finalmente un cohete que entre nubes de gases de ignición
descanso su estructura en el patio de mi casa, entre los arboles de golgota,
naranjos y orquídeas. Solo en esa ocasión
vi uno de sus ocupantes; por fortuna mi cerebro me protegió de duendes verdes, zoomórficos
invasores, seres de luz mesiánicos, enanos cabezones o nórdicos profetas. Aquel
tripulante que simplemente se limitó a bajar de su aparato era un humano, alto
como seria cualquier hombre ante los ojos de un niño, forrado en su traje
espacial blanco con insignias
desconocidas, con sus instrumentos de investigación y navegación saliendo del
equipo que llevaba en su espalda y un
enorme casco que desprendía visos iridiscentes al incidir los rayos solares
sobre él. Se acercó, solo necesito unos
pasos, y bajó su imponente humanidad a mi altura, el visor era oscuro como el
espacio, tras el no pude ver nada, no había nadie que me hablara, nadie que me
interrogara con su mirada, solo vi una imagen, la del único viajero estelar, vi
mi reflejo sobre aquel cristal, vi la
cara de un niño lleno de curiosidad. El
astronauta se irguió de nuevo, me dio la espalda, entró al cohete y nuevamente,
entre el destello de las toberas, las nubes de humo diseminándose por todas
partes y el estruendo de los motores arrancando, se elevó dejándose caer en un azul infinito.
Se podría considerar que nacimos
en una época afortunada, una época de transición, los grandes avances
tecnológicos que obligaron a la humanidad a levantar la cabeza y mirar las
estrellas como una posibilidad germinaron al compás de los gametos que nos
formaron, se desarrollaron mientras
nosotros veíamos al chavo del ocho y discerníamos si en efecto descendíamos del
mono. Por desgracia crecimos a ritmos distintos, ellos, como un ser mitológico
sobre el cual el tiempo solía discurrir lentamente, solo se limitaban a dar
incipientes pasos, temiendo perder el equilibrio en alguno de ellos, nosotros,
cuerpos desenfrenados corriendo a toda velocidad, en espera de chocar pronta e
inexorablemente con la puerta que todo lo detiene.
En nuestros sueños y deseos no
solo habíamos conquistado el sistema
solar, ahora, a expensas de motores de hiperespacio saltábamos de estrella en
estrella, de galaxia en galaxia, en busca de nuevas formas de vida,
curiosamente antromorfizadas, buscando siempre extender la eterna paranoia de
nuestra sociedad. A tal punto llego nuestra
ilusoria arrogancia, que al salir de aquel mundo, que amigablemente titulamos
como ciencia ficción, y ver la realidad de nuestra situación, esta solo nos
provocaba un respingo y una frase insulsa y despectiva ante la lentitud de lo
que a ciencia cierta éramos. Simples
homínidos lampiños jugando a lanzar piedras a las nubes.
Lo curioso en que en nuestra estupidez,
nos consideramos aún más estúpidos de lo que deberíamos a tal punto de negar (so excusa de la mejor ignorancia de la que
podamos hacer uso) que en algún momento rompimos el manto azul vitelino y
cruzamos el canal de parto gravitacional para nacer como humanos cósmicos.
A mi pesar, y creo que al pesar de muchos, lejos
de las confederaciones galácticas, de los imperios interestelares, de las
colonias planetarias, de los piratas espaciales asechando en asteroides, de las
estruendosas luchas al borde de las nebulosas, lejos de las estrellas
alejándose como árboles en el retrovisor luego de activar el hiperespacio, o de
intrincados motores que nos lleven a la velocidad de la luz y más allá. Lejos de las colonias humanas en Ganimedes, y
de la infinidad de naves y flotillas de platillos estacionarios en la cara oculta
de cualquier planeta vecino, lejos de todo esto, solo 12 hombres han devuelto la mirada y
sobre sus cabezas han visto la esférica forma de un mundo azul frágil. Solo 12 humanos han estado a más de 380.000
km de la tierra. Solo 12 descendientes
de monos come piojos han pisado una de las lumbreras ancestrales. Del resto de 7000 mil millones de humanos, no
más de 600 han estado a más de 100 km de distancia de la superficie terrícola y
todo para ahí. Desde el momento en que Yuri
Gagarin en 1961 le dio la vuelta a la tierra en 108 minutos hasta la última que
dio la estación espacial internacional hace pocos instantes, el grupo de
personas que ha compartido esta experiencia perfectamente podría caber en un
centro comercial común y corriente. De
pie en la orilla de la inmensidad del océano cósmico, la humanidad solo recibió
la espuma de una ola en sus pies.
Hace poco leí un artículo en un
diario nacional en el cual el autor comentaba que la misión Rosetta no había
sido nada particular, que el módulo Philae había cometizado “de chimba” por no
utilizar otra palabra, que ¡qué
barbaridad como eran de brutos esos científicos que mandan aparatos al espacio!
¡Qué cosa tan fácil y se enredaban en
nada! En fin, ¡qué
brutalidad como es que aún no hay planes vacacionales para fin de año en alguno
de los tantos mares que tiene la luna…!
Cierro los ojos y nuevamente veo
mi rostro reflejándose en el casco del astronauta onírico. Los abro y me
pregunto quiénes son Neil Armstrong, Edwin "Buzz" Aldrin, Charles Conrad,
Alan Bean, Alan Shepard, Edgar Mitchell, David Scott, James Irwin, John Young, Charles
Duke, Eugene Cernan y Harrison Schmitt, anónimos personajes, algo menos
que san Simón el estilita cuya fiesta se celebra el 5 de enero y que como mucho solo atino a pasar gran parte
de su vida encaramado en una columna
hasta que una nalga se le infecto.
No recuerdo el momento en el cual
supe que Neil Armstrong había sido el
primer hombre en pisar la luna, es probable que lo aprendiese en el colegio o ya lo había leído en el álbum de
chocolatinas. Tal vez solo fue un comentario fugaz del profesor, algo sin mayor
relevancia. Hoy estoy a la espera de que
mi hijo Ángel llegue un día de la escuela, mientras cursa el tercer grado y me
recite la lección de historia astronáutica, me preocupa que se la dicte la misma
profesora que descalifico la fiesta de Halloween por considerarla festividad
del maligno, ¿Qué podrá opinar de Gagarin o de Valentina Tereshkova? O en el
peor de los casos, ¿cuál será la idea que quede en su mente cuando una
presentadora de estilo RCN o Sergio Barbosa sean los encargados de explicar la
muerte de Laika?
Cierro los ojos y nuevamente veo
mi rostro reflejándose en el casco del astronauta, y lo veo nuevamente dándome
la espalda y elevándose al firmamento.
Nunca más volví a soñar con él, desapareció en el horizonte galáctico,
el mismo que hoy pocas veces contemplo, siempre salgo del trabajo y las luces
de los edificios y los autos me encandilan, luego el noticiero me sumerge en
sus historias y diluyo las horas de la noche resolviendo problemas simples de
Candy crush y pet saga. ¿Será por eso
que nunca más lo volví a ver?
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