Conocí la voz mucho antes de
tener conciencia del recuerdo, en épocas remotas de la niñez, enmascarada en un comercial de ropa infantil, disfrazada como un reparador de sueños que en singles
insoportables se dejaba escapar de vez en cuando por el parlante de la
grabadora en la cocina a eso de las 10 de la mañana.
O tal vez me equivoque,
puede que conociese aquella voz mucho antes de ser yo, cuando aún se podían enfilar aventuras por
transmigracionales secuencias de muertes y reencarnaciones, puede que lo
escuchara cual personaje en ocasiones de onírico delirio me veo, cual no soy yo en épocas no tan remotas.
Pasarían los años y las melodías permanecerían ocultas y
latentes a la espera del vendaval que levantara las capas de polvo existencial
que una breve vida había logrado amasar.
Una noche de sábado, bajo la
luz de una esfera estroboscópica y con
los susurros opacados por las vibraciones de merengues y algunas canciones de “los
prisioneros”, aquella mujer casi niña, de voz aguda y nasal, piel blanca,
carácter insoportable y una inmensa nariz me decía al oído, casi rozando mi oreja con
sus finos labios que nunca bese, que
gustaba de aquel hombre que tocaba la guitarra en un concierto, que gustaba de
aquel hombre por su música y por su poesía
pero que no recordaba su nombre.
Yo cual tonto que siempre he sido, embriagado por los tres sorbos de
cerveza que me había tomado y por el amor absurdo que hacia ella profesaba,
especulaba lanzando al ruedo nombres y nombres de los innumerables cantores que a diario
escuchaba sin atinarle a alguno, pero una sola pista me dio la luz, una sola pista me encausó por los caminos
correctos de la memoria y evocó aquella
melodía que irracionalmente había considerado se producía en un patio lleno de
niños (tenía una extraña fijación por los patios de cualidades acústicas) pero
que con el razonamiento adecuado (el de ella) resolvería el acertijo que los
dos habíamos creado.
- -La canción es el unicornio, es hermosa-
Me invento ahora esa frase para
explicar que fue eso lo que ella de una
u otra forma trato de decirme.
La noche terminó en más
noches de amor desvelado y de hipotéticos futuros, pero el mitológico animal
cabalgó en mi cabeza y paso a paso me
llevo al nombre de su jinete.
Por aquellos días y gracias al lanzamiento
de una de sus recopilaciones llamada “canciones urgentes” la emisora en la cual tenía atascado el
dial, la siempre añorada
“radioactiva” metió sin mayor esfuerzo
en su programación dos canciones: la maza y el unicornio azul… Silvio Rodríguez
era el tipo que las interpretaba y quien desvelaba (creía yo) a mi volátil
musa.
Después de ese día el
universo conspiro a mi favor, con unos pocos
billetes, la mitad bien ávidos y la otra mitad no tanto, logre comprarme el
primer álbum “las canciones urgentes” que solo supieron darme un disgusto,
demasiado tropicales para mí, demasiado
orquestadas, yo buscaba aquella pureza de la guitarra que desde el reverso de
la caratula me decía en clave que estaba oculta en todos aquellos títulos
que místicos se proclamaban.
Hice un segundo intento, ensimismado en el desamor, tomando el
unicornio azul como el himno de mi desgracia,
preguntado dónde estaba mi animal de nariz grande y voz fina, ¿dónde lo
había dejado? ¿Cómo lo había perdido en tierras cálidas y en manos de anónimos
personajes? ¿Dónde estaba mi unicornio blanco? ¿Dónde estaba mi millón para
rescatar?
El bálsamo a mi desdicha
llego de mano de “Silvio”, fue una epifanía, la apoteosis de una mente absorta
en ridiculeces, fue un golpe musical tan soberanamente fuerte que nunca pude
recuperarme de él; me disolví en sus
letras, las medí, las medite, las recombine de mil formas y maneras, algunas la extendí, otras las reinvente sin
romper su arquitectura, las frases inentendibles
fueron remplazadas por historias resumidas en tres palabras que gustoso creaba, luego, cuando
medianamente había logrado organizar aquel amasijo literario lo inunde
en acordes y trastes de guitarra que los
disolvieron como caustico espiritual, separando fonemas con notas, rimas con
rasgados, punteos y párrafos enteros
transmutados en la voz del autor, “Silvio”
fue el álbum que lleve al límite de lo humanamente permitido para dejar solo un espacio a llenar, el que sería ocupado por el hombre que
renace del cadáver anterior.
Meses después un hombre
venido de la capital, un hombre que décadas después terminaría siendo yo, desplegó ante mis ojos circulares y
relucientes platos musicales, CDs los
llamaban por aquellos tiempos, el tesoro
que decían los cuentos infantiles, los piratas habían enterrado para que nadie
los pudiese descubrir. Uno a uno los
fusilé y enterré su cadáver en cintas de
casete, y aun descansan en sus tumbas en
una caja de cartón en mi hogar. Así conocí
a los trípticos, a rabo de nube, al final de este viaje y el unicornio.
Pocas noches después el
demonio entro por las claraboyas altas ubicadas en la pared de mi
habitación, y un arcaico testamento sellamos en un trato, como el pintor de las mujeres soles escupía
al cangrejo (no esculpía) y entre voces de beatos se elevaba, así yo vendí mi alma por tres notas, dos acordes, un piano, una guitarra y un oboe,
ese fue el precio a pactar, y entre humo
y metralla inicie nuevos caminos.
Silvio Rodríguez sin lugar a
dudas se convirtió en mi referente vital,
poco sabía de él, poco quería saber,
y hasta la fecha de hoy poco me he molestado en revolcar su biografía, no es de mi interés, sé que inevitablemente chocaré con
concepciones ideológicas insalvables, su
obra simplemente trascendió su persona y como un extraño homúnculo, cobró
conciencia propia y se transformó en un atípico fantasma que se disipa por las
mentes y las casas que bien quiera acogerlo.
Silvio me contó la historia
de un animal mitológico que se perdió en una noche de diciembre cuando el calor era insoportable, cuando yo
miraba el techo desde un colchón tirado en el suelo, sin camisa, a la media
noche, tragándome un planeta tras otro mientras el animal cobraba formas de mujer
blanca y de nariz grande en brazos anónimos.
Silvio me cantaba una canción
sobre una mujer que trasformó su amor en lastima, como lo habían hecho nuestros
padres, mientras yo cruzaba un puente
maltrecho sobre un rio de aguas turbias, bajo una llovizna poco usual en una
tierra de sol, a mediados de abril.
En una tarde de mayo a eso de las cuatro de la tarde, me senté
frente a las puertas de la universidad junto a un hombre de unos 30 años, de
rasgos indígenas, con las conjuntivas rojas por el herbario humo, cantando a
capela la historia de tres hermanos que nunca pudieron llegar a donde quería
ir, mientras su mujer rubia como el sol, blanca como la luna de madrugada, de
tetas perfectas, nariz de estatua griega, vestido largo y con encajes que
llegaban a sus gastronemios firmes y
sutiles, me fabricaba unas sandalias ásperas de cuero amarillo que heredó mi
hermano que quiso ser cura y por suerte no lo fue, mientras el hijo que había nacido de aquella imposible
pareja jugaba con las piedras que servían para hacer collares, que luego yo
compraría para llevar a la musa del momento, que en ese momento yo llamaba la
princesa, y que con el sol del atardecer guardaba el reflejo de los verdes ojos
del niño
en la superficie del mineral.
Silvio me gritaba al oído
que tenía que dejarme poseer por la rabia, que en la rabia todo tiene su momento, que el grito
se lo lleva el tiempo, que la rabia es el oro sobre la conciencia, que la rabia
es mi vocación, mientras yo llegaba
sucio del tiempo, no del bosque no del
sol, ante una nueva compañera que olía a
flores del bosque y de la cual, en una madrugada atípica decidí despedirme,
cuando sus ojos somnolientos se cerraban bajo el aliento alcohólico de quien había sido su eterno amor.
Silvio en una tarde de septiembre me paso hoja y papel y diciendo que yo era un
hombre sin templo, me llevo a dibujar un
sentimiento que ya había sido expresado en letras mas no en palabras, bien pude disgregar una melena contra la calvicie,
pase del número final al incontable, fui
desde la tumba hasta la superficie, cuan brevemente cuan multiplicable, llegue a un canto alado, de fiebres de la
infancia me brotó la invención del ansia, y entero y mutilado furiosamente a
besos le di mi corazón travieso… solo que ella dijo con una sonrisa, que a
cambio tenía que aceptar de nuevo la cruz,
yo respire la suerte de la noche
y entre cervezas y humo de cigarrillos me aleje.
La última canción de
una primavera que un día Silvio dejó al
lado de mi escritorio se la quise entregar a la mujer que habría de cerrar mis
ojos cuando dejara escapar mi último aliento,
la puse en mi bolsillo, la escribí nuevamente en las hojas que caían de
los arboles mientras caminaba a lo que sería mi hogar, pero al final, como en una de las tantas
disonancias propias de la misma, me
detuve junto a su portal, pensé que no sabría en que terminaría, si recién
caminaba o era lo imposible, esa primavera
me hizo enloquecer. Guardé la canción
para nunca mostrarla y simplemente cruce la puerta.
Pero no todo fue amor,
En las montañas junto a Eduardo, Palomino Betsy y Mirley, susurraba las tonadas de Descartes, con el frio cayendo del cielo, subiendo por carreteras quebradas frente a los rostros que bien podían reír o
matar, a caballo comencé el delirio de
mi carrera, caímos en ríos, apagamos el
frio, saltamos broches y alumbramos en las noches, llegue al vicio y puedo jurar que no fue un
sacrificio.
En las mismas tierras cuando el mundo entero buscaba desenfrenado
su futuro yo me limitaba a convencer al cantor que dormía en la habitación de
al lado, que tomara la guitarra y vertiera su conocimiento en acordes de
mariposas a quien esto escribe, él dijo que no, porque sabía que no sabía lo
suficiente como para enseñar, así que solamente se limitó a contar historias tras
historias, mientras opinábamos sobre
bambucos, melodías de pianos,
quinceañeras inquietas , la flor de la mata del maracuyá y las distintas
corrientes musicales que llevaron a System of a down componer chop suey.
Durante un temporal de
verano que más que semanas pareció que duro años, en la cálida oscuridad de mi
habitación en mi casa, cuando el pueblo
entraba en silencio y mis viejos ya próximos a sus últimos días reposaban inquietos
en sus camas, me preguntaba a donde
iban las palabras que no se habían
quedado, las miradas que un día había partido,
adonde iban los cuerpos que nunca había podido dejar de alumbrar. Mujeres,
todo era mujeres.
Por unos años Silvio quedo estático
en el recuerdo de los tiempos grabados en las cintas de los casetes, guardando el luto que los muertos de la casa
exigían para dormir en paz, cuando
parecía que la capacidad de soñar había quedado enterrada entre las piedras que habían caído de la
pared. Me engañaba, solo era una época
nueva, solo era la espera para que el cadáver diera lugar a nuevos espacios
para el nuevo ser, tal como había ocurrido antaño con “Silvio”, tal como había
ocurrido con “mariposas”, tal como había ocurrido con “Domínguez” y su trovador
errante.
Así uno no quisiera alejarse
de los acordes de las guitarras y las orquestaciones de trópico de su
música, después de haber dejado entrar a
Silvio en la mente, es imposible sacarlo.
Por mucho que se evite conocer su vida,
de una u otra forma se llega a ella en busca de respuestas a las
preguntas que sus melodías generan, cuando simplemente uno ya no sabe qué
solución dar a sus acertijos poéticos. De esa manera desvele el misterio del pintor
de las mujeres soles, degusté las flores nocturnas, visite a Pablo Milanés y Luis Eduardo Aute, estudié los cuadros de Chagall, rasgué algunas entrañas del che y asomé la cabeza en el socialismo.
Después de crecer con Silvio
se comprende su obra porque ella misma evoluciona a la par con quien la
escucha, se aprende a degustar la rebeldía de “cuando digo futuro”, la
extraña estética de “árboles” o “oh melancolía”, se regocija nuevamente con los trípticos, o
con el “rabo de nube” para caer en los
oscuros y solitarios pasajes de “Rodríguez” o “Domínguez”, se entiende la perfecta sencillez de “mariposas”, el aire de esperanza de “descartes” o la
compleja mirada de la “cita con ángeles” que viene siendo muy parecida a “erase que se
era” y “segunda cita” y luego uno se puede sentar en una silla cualquiera, con
la dulce compañía de un café caliente si hace frio o una cerveza si es el calor
el que agobia, en espera de un buen amorío.
Silvio no es un hombre, no
son los acordes inmortales, no es una
política y por mucho que lo digan tampoco es una blasfemia, Silvio es una opción de vida, una opción que
uno desea cómo debe ser.
Escuchar a Silvio es
escuchar de nuevo un cuento infantil pintado con acuarelas tal cual lo recordamos en la niñez, escuchar a Silvio
es caminar por los senderos al borde del
poblado en una mañana de marzo cuando las
mariposas revoletean con vigor, los pájaros cantan inquietos en las altas ramas
de los árboles y el sol cambia de rostro
según la nube que se le cruce.
Cada tema de Silvio es una
pintura de música, una que dice que los
amores cobardes no llegan a amores ni a nada se quedan allí, ni el recuerdo los
puede salvar.
Cada nota es un color y cada palabra es la intensidad de ese
color, cada álbum es el lienzo sobre el
cual se dibuja y las orquestaciones son la técnica de dibujo.
Cada canción de Silvio es un
evangelio de vida, mejor que los bíblicos, pues nos muestra cual humanos somos,
cual ángeles podemos llegar a ser, y que el único y verdadero dios es el amor
que se desprende de cualquier pared, que se puede blasfemar o que puede morir
de pasión, que todo es una continua cadena de causas y azares.