latecleadera

sábado, 25 de febrero de 2017

Causas y azares, Silvio Rodriguez Dominguez



Conocí la voz mucho antes de tener conciencia del recuerdo, en épocas remotas de la niñez, enmascarada  en un comercial de ropa infantil, disfrazada  como un reparador de sueños que en singles insoportables se dejaba escapar de vez en cuando por el parlante de la grabadora en la cocina a eso de las 10 de la mañana.
 
O tal vez me equivoque, puede que conociese aquella voz mucho antes de ser yo, cuando aún se  podían enfilar aventuras por transmigracionales secuencias de muertes y reencarnaciones, puede que lo escuchara cual personaje en ocasiones de onírico delirio me veo,  cual no soy yo en épocas no tan remotas.

Pasarían los años  y las melodías permanecerían ocultas y latentes a la espera del vendaval que levantara las capas de polvo existencial que una breve vida había logrado amasar.

Una noche de sábado, bajo la luz de una esfera  estroboscópica y con los susurros opacados por las vibraciones de merengues y algunas canciones de “los prisioneros”, aquella mujer casi niña, de voz aguda y nasal, piel blanca, carácter insoportable y una inmensa nariz  me decía al oído, casi rozando mi oreja con sus  finos labios que nunca bese, que gustaba de aquel hombre que tocaba la guitarra en un concierto, que gustaba de aquel hombre por su música y por su poesía  pero que no recordaba su nombre.   Yo cual tonto que siempre he sido, embriagado por los tres sorbos de cerveza que me había tomado y por el amor absurdo que hacia ella profesaba, especulaba lanzando al ruedo nombres y nombres  de los innumerables cantores que a diario escuchaba sin atinarle a alguno, pero una sola pista me dio la luz,  una sola pista me encausó por los caminos correctos de la memoria y evocó  aquella melodía que irracionalmente había considerado se producía en un patio lleno de niños (tenía una extraña fijación por los patios de cualidades acústicas) pero que con el razonamiento adecuado (el de ella) resolvería el acertijo que los dos habíamos creado. 

-          -La canción es el unicornio, es hermosa-

Me invento ahora esa frase para explicar  que fue eso lo que ella de una u otra forma trato de decirme.

La noche terminó en más noches de amor desvelado y de hipotéticos futuros, pero el mitológico animal cabalgó en mi cabeza  y paso a paso me llevo al nombre de su jinete. 


Por aquellos días  y gracias al  lanzamiento  de una de sus recopilaciones llamada “canciones urgentes”  la emisora en la cual tenía atascado el dial,  la siempre añorada “radioactiva”  metió sin mayor esfuerzo en su programación dos canciones: la maza y el unicornio azul… Silvio Rodríguez era el tipo que las interpretaba y quien desvelaba (creía yo) a mi volátil musa.



Después de ese día el universo conspiro a mi favor,  con unos pocos billetes,  la mitad bien ávidos  y la otra mitad no tanto, logre comprarme el primer álbum “las canciones urgentes” que solo supieron darme un disgusto, demasiado tropicales para mí,  demasiado orquestadas, yo buscaba aquella pureza de la guitarra que desde el reverso de la caratula me decía en clave que estaba oculta en todos aquellos títulos que  místicos se proclamaban. 

Hice un segundo intento,  ensimismado en el desamor, tomando el unicornio azul como el himno de mi desgracia,   preguntado dónde estaba mi animal de nariz grande y voz fina, ¿dónde lo había dejado? ¿Cómo lo había perdido en tierras cálidas y en manos de anónimos personajes? ¿Dónde estaba mi unicornio blanco? ¿Dónde estaba mi millón para rescatar?

El bálsamo a mi desdicha llego de mano de “Silvio”, fue una epifanía, la apoteosis de una mente absorta en ridiculeces, fue un golpe musical tan soberanamente fuerte que nunca pude recuperarme de él;   me disolví en sus letras, las medí, las medite, las recombine de mil formas y maneras,  algunas la extendí, otras las reinvente sin romper su arquitectura,  las frases inentendibles fueron remplazadas por historias resumidas en tres palabras que gustoso creaba,  luego, cuando  medianamente había logrado organizar aquel amasijo literario lo inunde en acordes y  trastes de guitarra que los disolvieron como caustico espiritual, separando fonemas con notas, rimas con rasgados,  punteos y párrafos enteros transmutados en la voz del autor,  “Silvio” fue el álbum que lleve al límite de lo humanamente permitido  para dejar solo un espacio a  llenar, el que sería ocupado por el hombre que renace del cadáver anterior.

Meses después un hombre venido de la capital, un hombre que décadas después terminaría siendo yo,  desplegó ante mis ojos circulares y relucientes platos musicales,  CDs los llamaban por aquellos tiempos,  el tesoro que decían los cuentos infantiles, los piratas habían enterrado para que nadie los pudiese descubrir.  Uno a uno los fusilé y  enterré su cadáver en cintas de casete,  y aun descansan en sus tumbas en una caja de cartón en mi hogar.  Así conocí a los trípticos, a rabo de nube, al final de este viaje  y el unicornio. 



Pocas noches después el demonio entro por las claraboyas altas ubicadas en la pared de mi habitación,  y un arcaico  testamento  sellamos en un trato,  como el pintor de las mujeres soles escupía al cangrejo (no esculpía) y entre voces de beatos se elevaba, así yo  vendí mi alma por tres notas,  dos acordes, un piano, una guitarra y un oboe, ese  fue el precio a pactar, y entre humo y metralla inicie nuevos caminos.   

Silvio Rodríguez sin lugar a dudas se convirtió en mi referente vital,  poco sabía de él, poco quería saber,  y hasta la fecha de hoy poco me he molestado en revolcar su biografía,  no es de mi interés,  sé que inevitablemente chocaré con concepciones ideológicas insalvables,  su obra simplemente trascendió su persona y como un extraño homúnculo, cobró conciencia propia y se transformó en un atípico fantasma que se disipa por las mentes y las casas que bien quiera acogerlo. 

Silvio me contó la historia de un animal mitológico que se perdió en una noche de diciembre  cuando el calor era insoportable, cuando yo miraba el techo desde un colchón tirado en el suelo, sin camisa, a la media noche, tragándome un planeta tras otro  mientras el animal cobraba formas de mujer blanca y de nariz grande en brazos anónimos.

Silvio me cantaba una canción sobre una mujer que trasformó su amor en lastima, como lo habían hecho nuestros padres,  mientras yo cruzaba un puente maltrecho sobre un rio de aguas turbias, bajo una llovizna poco usual en una tierra de sol, a mediados de abril.

En una tarde de mayo  a eso de las cuatro de la tarde, me senté frente a las puertas de la universidad junto a un hombre de unos 30 años, de rasgos indígenas, con las conjuntivas rojas por el herbario humo, cantando a capela la historia de tres hermanos que nunca pudieron llegar a donde quería ir, mientras su mujer rubia como el sol, blanca como la luna de madrugada, de tetas perfectas, nariz de estatua griega, vestido largo y con encajes que llegaban  a sus gastronemios firmes y sutiles, me fabricaba unas sandalias ásperas de cuero amarillo que heredó mi hermano que quiso ser cura y por suerte no lo fue,  mientras el hijo que había nacido de aquella imposible pareja jugaba con las piedras que servían para hacer collares, que luego yo compraría para llevar a la musa del momento, que en ese momento yo llamaba la princesa, y que con el sol del atardecer guardaba el reflejo de los verdes ojos del  niño  en la superficie del mineral.

Silvio me gritaba al oído que tenía que dejarme poseer por la rabia, que en  la rabia todo tiene su momento, que el grito se lo lleva el tiempo, que la rabia es el oro sobre la conciencia, que la rabia es mi vocación,  mientras yo llegaba sucio del tiempo,  no del bosque no del sol, ante una nueva compañera  que olía a flores del bosque y de la cual, en una madrugada atípica decidí despedirme, cuando sus ojos somnolientos se cerraban bajo el aliento alcohólico  de quien había sido su eterno amor.

Silvio  en una tarde de septiembre  me paso hoja y papel y diciendo que yo era un hombre sin templo,  me llevo a dibujar un sentimiento que ya había sido expresado en letras mas no en palabras,  bien pude disgregar una melena contra la calvicie, pase del número final al incontable,  fui desde la tumba hasta la superficie, cuan brevemente cuan multiplicable,  llegue a un canto alado, de fiebres de la infancia me brotó la invención del ansia, y entero y mutilado furiosamente a besos le di mi corazón travieso… solo que ella dijo con una sonrisa, que a cambio tenía que aceptar de nuevo la cruz,   yo respire la suerte de la noche y entre cervezas y humo de cigarrillos me aleje.

La última canción de una  primavera que un día Silvio dejó al lado de mi escritorio se la quise entregar a la mujer que habría de cerrar mis ojos cuando dejara escapar mi último aliento,  la puse en mi bolsillo, la escribí nuevamente en las hojas que caían de los arboles mientras caminaba a lo que sería mi hogar,  pero al final, como en una de las tantas disonancias propias de la misma,  me detuve junto a su portal,  pensé que  no sabría en que terminaría, si recién caminaba o era lo imposible,  esa primavera me hizo enloquecer.  Guardé la canción para nunca mostrarla y simplemente cruce la puerta.



Pero no todo fue amor,

En las montañas  junto a Eduardo, Palomino Betsy y  Mirley, susurraba las tonadas de Descartes,  con el frio cayendo del cielo,  subiendo por carreteras quebradas  frente a los rostros que bien podían reír o matar,   a caballo comencé el delirio de mi carrera,  caímos en ríos, apagamos el frio, saltamos broches y alumbramos en las noches,  llegue al vicio y puedo jurar que no fue un sacrificio.

En las mismas tierras  cuando el mundo entero buscaba desenfrenado su futuro yo me limitaba a convencer al cantor que dormía en la habitación de al lado, que tomara la guitarra y vertiera su conocimiento en acordes de mariposas a quien esto escribe, él dijo que no, porque sabía que no sabía lo suficiente como para enseñar, así que solamente se limitó a contar historias tras historias,  mientras opinábamos sobre bambucos,  melodías de pianos, quinceañeras inquietas , la flor de la mata del maracuyá y las distintas corrientes musicales que llevaron a System of a down componer chop suey.

Durante un temporal de verano que más que semanas pareció que duro años, en la cálida oscuridad de mi habitación en mi casa,  cuando el pueblo entraba en silencio y mis viejos ya próximos a sus últimos días reposaban inquietos en sus camas,  me preguntaba a donde iban  las palabras que no se habían quedado, las miradas que un día había partido,  adonde iban los cuerpos que nunca había podido dejar de alumbrar. Mujeres, todo era mujeres.



Por unos años Silvio quedo estático  en el recuerdo de los tiempos grabados  en las cintas de los casetes,  guardando el luto que los muertos de la casa exigían para dormir en paz,  cuando parecía que la capacidad de soñar había quedado enterrada  entre las piedras que habían caído de la pared.   Me engañaba, solo era una época nueva, solo era la espera para que el cadáver diera lugar a nuevos espacios para el nuevo ser, tal como había ocurrido antaño con “Silvio”, tal como había ocurrido con “mariposas”, tal como había ocurrido con “Domínguez” y su trovador errante.
 
Así uno no quisiera alejarse de los acordes de las guitarras y las orquestaciones de trópico de su música,  después de haber dejado entrar a Silvio en la mente, es imposible sacarlo.  Por mucho que se evite conocer su vida,  de una u otra forma se llega a ella en busca de respuestas a las preguntas que sus melodías generan, cuando simplemente uno ya no sabe qué solución dar a sus  acertijos poéticos.  De esa manera desvele el misterio del pintor de las mujeres soles, degusté las flores nocturnas,  visite a Pablo Milanés y Luis Eduardo Aute,  estudié los cuadros de Chagall,  rasgué algunas entrañas del che  y asomé la cabeza en el socialismo.



Después de crecer con Silvio se comprende su obra porque ella misma evoluciona a la par con quien la escucha,   se aprende a degustar  la rebeldía de “cuando digo futuro”, la extraña estética de “árboles” o “oh melancolía”,  se regocija nuevamente con los trípticos, o con el “rabo de nube”  para caer en los oscuros y solitarios pasajes de “Rodríguez” o “Domínguez”,   se entiende la perfecta sencillez de “mariposas”,  el aire de esperanza de “descartes” o la compleja mirada de la “cita con ángeles”  que viene siendo muy parecida a “erase que se era” y “segunda cita” y luego uno se puede sentar en una silla cualquiera, con la dulce compañía de un café caliente si hace frio o una cerveza si es el calor el que agobia, en espera de un buen amorío.

Silvio no es un hombre, no son los acordes inmortales,  no es una política y por mucho que lo digan tampoco es una blasfemia,  Silvio es una opción de vida, una opción que uno desea cómo debe ser.

Escuchar a Silvio es escuchar de nuevo un cuento infantil pintado con acuarelas tal cual  lo recordamos en la niñez, escuchar a Silvio es  caminar por los senderos al borde del poblado en una mañana de marzo  cuando las mariposas revoletean con vigor, los pájaros cantan inquietos en las altas ramas de los árboles  y el sol cambia de rostro según la nube que se le  cruce.  

Cada tema de Silvio es una pintura de música,  una que dice que los amores cobardes no llegan a amores ni a nada se quedan allí, ni el recuerdo los puede salvar.

Cada nota es un color  y cada palabra es la intensidad de ese color,  cada álbum es el lienzo sobre el cual se dibuja y las orquestaciones son la técnica de dibujo.

Cada canción de Silvio es un evangelio de vida, mejor que los bíblicos, pues nos muestra cual humanos somos, cual ángeles podemos llegar a ser, y que el único y verdadero dios es el amor que se desprende de cualquier pared, que se puede blasfemar o que puede morir de pasión, que todo es una continua cadena de causas y azares.


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