Hace muchos años, mi
bisabuela, mujer de sangre indígena y
carácter austero, víctima de una enfermedad tuvo que ser trasladada de su
rancho en el campo a mi casa en espera
de recuperación, nunca lo logro, los años cobraron factura y meses después
moriría. Pero antes que cayera en la
locura senil pre mortem, que suele acompañar a todos los que se acercan a la
centuria, en dos o tres palabras dejo claro lo que pensaba de las fiestas
sampedrinas. Era un 24 de junio, día de
san juan (en algunas poblaciones del Huila este día es igual o más importante que el mismo san
pedro) mi tía abuela, con quien yo
vivía, había preparado un exquisito pollo, acompañado de asado huilense,
insulso y chicha de maíz; cabe anotar que por aquellas épocas el pollo
era el plato de honor, se servía solo en ocasiones especiales y dependiendo del evento era su presentación:
sancocho para paseos o como señal de gratitud y respeto ante la presencia de algún
personaje importante como curas y políticos.
Arroz con pollo para matrimonios, quince años, primeras comuniones o
grados. (Aun en estos días ultramodernos, no falta el gracioso que en cualquier
fiesta aparece con su platico de arroz con pollo adornado con una gota inmensa
de salsa de tomate fruko, dos tajaditas de pan bimbo y jugo de naranja
tang). Con cuidado llevamos a la anciana
al comedor, cubierta con chales y mantas
para protegerla de los vientos impetuosos que suelen llegar en esas
fechas, y con alegría se le puso el plato
al frente. Ella acostumbrada a la sopa de bando, la carne cocida, el arroz
simple y la yuca, pregunto:
- ¿y esto?
Mi tía con una sonrisa le contesto
– es el almuerzo de san juan
mamita.
La vieja miro el plato
meditabunda, hizo una mueca de desaprobación con su boca arrugada y dijo:
–
jumm, buen primor
Y empezó a comer en silencio.
Tiempo después entendí el porqué
de su expresión. Según narraban los
viejos, en sus épocas mozas las fiestas de san juan y san pedro en el Huila
eran cosa seria, ante todo, eran fiestas de campos y pueblos, con bastantes
días de antelación preparaban todas la viandas y bizcochos, enterraban la
chicha y el guarapo para que estuviese a punto, engordaban los marranitos que
no iban a disfrutar para nada esos días, tejían los sombreros de pindo (accesorio
obligatorio para los hombres) afinaban las cuerdas de los tiples y guitarras,
apretaban el cuero de las tamboras y la
puerca y me imagino, preparaban
el discurso para conquistar a la futura abuela.
Cuando llegaban los días, era la
francachela y la comilona (pero todo con mucha decencia dicen los viejos) los
abuelos que en ese entonces eran mozos, ahítos de aguardiente fabricado en
alambiques clandestinos, la barriga llena ya que al mejor estilo de un utópico
país comunista, la comida de todas las
casas era la comida de todos. Bailando
bambucos y pasillos hasta acabar las alpargatas de cuero, montando los caballos
carga leñas y alazanes del diario trabajar
en cabalgatas ostentosas, desenfundando ocasionalmente las peinillas para ver quién
era el más machito y haciendo caso omiso a las imprecaciones del cura en el
pulpito. De las resacas de estos
parroquianos nacerían historias de espantos y diablos, justicieros morales que
darían su merecido castigo a estos
degenerados del carajo y que terminarían siendo los cuentos de terror de
las próximas generaciones.
De la forma como dio a entender
mi bisabuela aquel día, el almuerzo y la algarabía incipiente en las calles del
pueblo solo eran la sombra del Woodstock
de sus épocas mozas, ¿que rememoraría la vieja en aquel momento? Me cuesta
imaginarlo, y por respeto a su memoria prefiero no hacerlo.
A mí el san pedro me alcanzo con las benditas reinas incluidas, pero por
suerte no eran lo más importante. Era usual ver el pueblo inundado
(literalmente) de vendedores ambulantes a los cuales se les compraba la muda de
ropa para las fiestas, eso si luego de un largo regateo. Las calles principales
intransitables por los caballos briosos y sus jinetes beodos, voladores
tronando sobre mi cabeza y una banda de viento armando la parranda en el parque
principal. Vi muy a mi pesar, aquel
juego macabro de la descabezadura de gallos. El ritual de la matanza de
marranos era algo de locos, en vísperas de san pedro, poco después de la media
noche, el pueblo se despertaba por los chillidos de los animalitos, algo
aterrador, pero que sepa, no dejo traumado a nadie. Luego al amanecer el olor a carne asada
inundaba todas las casas. La preparación
de la comida era todo un evento social y
familiar, allí, en las casas viejas y grandes, los hermanos dispersos por el
mundo se volvían a reunir, ya se pueden imaginar la algarabía de diez o más hermanos con sus esposas e hijos, riendo
y tomando licor, adobando la carne y metiéndola al horno de barro, espantando
los perros golosos, dejando a los niños
corretear por todos lados y a los más grandecitos acolitándoles sus primeras escapadas al mundo cruel del
romance. En las noches Los entablados populares con orquestas famosas y de medio pelo, plan de cacería
buscando la victima lo suficientemente ebria para acceder a peticiones non sanctas,
los borrachitos de siempre formando pleitos y los dos o tres heridos por puñal
o machete que le daban ese toque picante a las festividad. El día principal era la coronación de las reinas de san
juanero, donde lo que importaba era el baile y nada más, las preguntas ya se
sabían y las respuestas también: ¿a quién admira? ¿Qué es lo que más le gusta
hacer? ¿Cuál es su personaje favorito? Las
respuestas variaban entre el papa Juan Pablo segundo, la madre Teresa de Calcuta,
dios, mi papa y mi mama, Jesucristo, Gabriel García Márquez y la más culta Simón
Bolívar. Todas sin excepción gustaban de
la lectura y de pintar. Al final ganaba cualquiera por los motivos que fuera, y
siempre, siempre, se habían robado la corona, ocasionalmente había cruce de
palabrotas entre comadres y vecinas pero de ahí no pasaba a más. Cuando todo se acababa, un lunes, era la
despedida de los tíos y los primos, el desenhuese de las conquistas de las
noches previas, las confesiones de las puritanas que habían pecado más de la
cuenta, las largas jornadas de trabajo para reponer lo que se había gastado y
el anhelo de que llegase pronto el nuevo junio.
Hoy algunas cosas han cambiado;
nos inundan los sombreros vueltiaos, el vallenato de la nueva ola (que ya debe
ser vieja) y el reguetón, aunque grupos culturales de una manera sorprendente están
logrando devolver el estatus original a los bambucos y rajaleñas. Los desfiles presumen ser malas copias de los
de Barranquilla y Pasto. el reinado roba todo, asfixia, condiciona y
limita, el sanjuanero pierde su encanto y se transforma en una melodía
insoportable de tanto escuchar (después de una jornada de elección donde se toca y se baila en más de
50 oportunidades ya es intolerable) y lo peor es que solo existe el sanjuanero
de Anselmo Duran, todo lo demás desaparece, todos los otros bambucos se
aminoran, el tradicional en ocasiones pasa a ser una mofa. El oficial tan pulcro, tan estilizado, tan de
la elite ya ni se baila, se camina; poco
se de baile, pero en la escuela lo poco que me enseñaron o que quise aprender
era una paso alegre y elegante, el conocido bambuqueo, una extraña mezcla de
saltos y volteretas que nunca aprendí, pero que me fascinaba, hoy solo se ve
algo caminado, algo raro, algo más que aquellas señoras y señores de alta
alcurnia también desean acabar, como quieren acabar nuestro dejo característico,
que para algunos pasa a ser vergonzoso (no conozco al primer paisa o costeño
que se avergüence de su acento)en aras de modernizar las fiestas de san juan y
san pedro, de convertirlas en émulos deformes de reinados de belleza, de centro
nacional e internacional de la farándula, de volverla la fiesta y el festival
de los festivales, solo queda un hibrido simplón de todo y de nada, una fiesta más de pueblo ¿será porque precisamente eso es
lo que es? la fiesta del pueblo opita, la que no necesita de reinas insulsas ni
festivales estruendosos. Somos descendientes de los bravos yalcones, andakies,
paeces, tamas y pijaos, hijos de españoles rudos de mente pastoril, el recuerdo
vivo de generaciones de campesinos curtidos bajo el sol ardiente del valle del
magdalena. Si alguien quiere desfiles soberbios, reinas de belleza artificial y
grandes artistas bien puede ir a cualquier parte de Colombia a disfrutar de
ello, aquí lo que tenemos es asado y mistela, bambucos y rajaleñas, opitas a
mucho honor celebrando la memoria de nuestros antepasados.
Anoche, viendo por la tv uno de
los tantos desfiles y cabalgatas, torcí la jeta al mejor estilo opita y con el típico acento
cantadito que nos caracteriza, dije:
-jumm, buen primor.