La criatura yacía al borde del mar inmenso, azul, transparente y profundo. Sus pies inmersos en el agua fría y limpia se enterraban en la arena carente de vida, conjugada con conchas y guijarros verdes y rojos, otros cristalinos y brillantes. Buscaba el sonido gutural de algún ser no semejante, desconocido y confiable, que le llevara lejos de la humedad perpetua en la cual vivía. Levantó su rostro gris al firmamento sin fin y vacío, custodiado por cúmulos hechos cirros, lejanos y brillantes en sus contornos por un astro llamado sol por hombres inexistentes; anhelando la muerte salvadora que lo arrebatase de su prisión de placer diáfano y celestial, que lo aniquilara en mil almas transeúntes en los universos esporádicos que surgían al chapotear las gotas ocasionales en la quietud oceanal de su mundo.
Los pies y las manos recién creadas se aferraron a la hierba verde y sofocante en la cual había sido depositado. El aroma penetró en su piel y fecundó su cuerpo, que repleto de ramas y raíces, raudo, se alzaba incongruente al cenit, y allí, aferrado a la oscuridad del subsuelo, resoplando palabras de aves multicolores, deshojando sus ideas en otoños y veranos cíclicos, dirigió su ya olvidada mirada alrededor.
Onírico 1999-2004, editorial la tecleadera 2023
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