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lunes, 27 de febrero de 2023

La ciudad y los perros; bajo la sombra del monte. Sobre la sombra del sayón y ellos estaban solos frente al monte

 



Un día cualquiera, entre Junio y Julio del año 2020, la ciudad mostró un extraño aire de antigüedad, pero no  la antigüedad propia de los ideales clásicos en un remoto mundo medieval ni tampoco en un mitológico estado prehispánico, sino esa sensación de envejecimiento que se pega en las paredes de bahareque en las casas de altas puertas que se niegan a sucumbir a los diseños minimalistas contemporáneos.

En cierta forma la modernidad radica en el bullicio que genera la masa humana en todas sus manifestaciones:  la música a todo volumen en parlantes ubicados en los andenes, el griterío de los vendedores ambulantes, el estridor de los pitos combinados con el rugir de lo los motores de los automóviles y el murmullo omnipresente de miles de voces diluidas en un día cálido; todo esto devela la vitalidad de una urbe.  Aunque si se es observador, el verdadero sonido citadino es aquel que producen los ladridos de los perros callejeros.  Una ciudad a la distancia solo deja escapar las voces de los cánidos, no es el hombre quien demarca su territorio sino el perro que lo protege.

En este silencio obligado Neiva retornó a su antiguo estado pueblerino, a pesar de sus edificios, de sus muros con ventanas inmensas y vías asfaltadas, el vacío humano desempolvó su origen aldeano.

Un pueblo en esencia es silencio, es la medida del tiempo acorde al tañido de las campanas del templo central, es el gorgoreo de los pájaros en los árboles de los patios internos repletos de plantas florales, es el viento levantando el polvo de las calles, es la risa espontanea del parroquiano ante la chanza de su vecino, es la pelea de los perros vagabundos buscando alimento.

Pero no solo es silencio, también está el miedo. El miedo anónimo que pocos habían conocido.  La muerte y el dolor son algo cotidiano en nuestras vidas; le tememos al ladrón que arrebata no solo nuestras pertenencias sino también el aliento, le tememos al golpe brutal de un auto contra nuestra humanidad, hasta hace poco le temíamos a la bomba que trasformaba un alma en pedazos o al disparo furtivo de los hombres que se alzan en armas los unos contra otros.  Y llegó un nuevo miedo, uno peor, pues era anónimo, colándose por todos lados, invisible y en el cual la última Moira jugaba cortando hilos.

Silencio, miedo y perros… esto me trae a la memoria una época que, aunque no viví, si evoco con frecuencia, como un recuerdo generacional, como un arquetipo maltrecho ya instaurado en el andamiaje de nuestra cultura.

La ciudad se adornó con la vejez de los años de mediados del siglo XX, cada casa vetusta exhaló su historia y los ancianos encerrados dejaron que sus viejas pesadillas bailaran al compás de la brisa vespertina.

En la historia local podemos diferenciar varias etapas: la prehispánica que se encuentra desperdigada por todas partes, sepultada en el olvido de la muerte y abierta a múltiples interpretaciones. La conquista donde la diligencia en narrar el nuevo mundo permitió seguir el camino de los españoles, sus hazañas fingidas y sus crímenes ocultos durante pocas generaciones.  La colonia con un silencio de letargo removido esporádicamente por relatos eclesiásticos de algunos furtivos escritores, luego la guerra de los mil días que sembraría la semilla de violencia que aún nos acompaña, y finalmente la época contemporánea, con sus maravillas científicas: la prensa, la electricidad, las calles para los escasos carros, el radio, la televisión y en el último instante la internet. 

Pero los opitas somos pastores y campesinos de raíz. Una cosa era lo que promulgaban los medios nacionales y otra la realidad del parroquiano de a pie. Antes que la carretera fue el río, el Magdalena como fuente vital de leyendas, alimento y comercio, y antes que el carro estaba el caballo brioso montado por el experto jinete.

Mis abuelos me narraban sus aventuras cuando viajaban de pueblo en pueblo recorriendo sabanas inmensas en caballos fornidos, mientras en voz baja recordaban los muertos que una extraña epidemia había dejado tras de sí, le decían la violencia partidista, la guerra entre los rojos y los azules, la muerte que se escabullía por todos lados y tiraba los dados de la parca para decidir quién seguía en este mundo y quién no.

Esos años siempre guardaron un encanto místico, tal vez algo mórbido; el punto de inflexión entre el mundo viejo: el de los indígenas doblegados, el español en diáspora y el mestizo indiferente, y el hombre nuevo que se identificaba como hijo de una región delimitada por caprichos de caciques, señores de hatos ganaderos y curas beligerantes.  El tránsito entre las viejas técnicas y las nuevas tecnologías, el descenso de las deidades antiguas enmascaradas en mitos y leyendas y el ascenso de un cristianismo de eruditos.  Lo mejor de todo ello era que yo tenía frente a mí a aquellas personas que había hecho parte de ese cambio.

Pero si quería dejar a un lado las narraciones de los viejos como fuente de referencia sobre la vida en aquellas épocas, poco podría encontrar.  Estaban los libros de historia del Huila que marcaron la base sobre la cual se edificaría la escasa educación sobre lo local impartida en escuelas y colegios.   Recuerdo la serie de “Memorias del Huila” de Bolívar Sánchez Valencia,  “Frutos de mi tierra” de Gabino Charry, “Proceso histórico de la diócesis y parroquia de Garzón” de Jenaro Díaz Jordán,  y los tratados de la “Historia general del Huila” e “Historia comprehensiva de Neiva”, sin contar los apuntes de libros como “la violencia en Colombia” de German Guzmán Campos, (dejando por fuera otra docena de autores) pero poco encontraba sobre la visión del novelista en este aspecto, quería el enfoque ya no del académico sino de aquel que sabía contar historias.

De estos encontré dos, sé que debe haber más, pero tomaré como referencia solo estos por el simple hecho de tenerlos a mi lado.



“La sombra del sayón” de Augusto Angel Santacoloma y “Ellos estaban solos frente al monte”, de Luis Pérez Medina. Dos novelas que se recrean en el Huila de mediados del siglo veinte, dos historias de autores huilenses, que, saliendo de paso, poco se sabe, ya que si su obra es esquiva la vida de sus creadores es aún más misteriosa. Las dos son relatos acerca del opita común, no son narraciones fantásticas, no hay más ficción que la que es justa y permitida como licencia literaria.

De “La sombra del sayón” tuve conocimiento porque se usa como punto de referencia para los fenómenos de la violencia partidista en el Huila, y lo hace esencialmente por el material gráfico que expone, la única edición que conozco es la impresa en 1964 de “Editorial Kelly” de la ciudad de Bogotá.  Salvo colecciones particulares era casi imposible encontrarla, por suerte servicios como los del banco de la república permitían tenerla por algunos días.  Otro ejemplar lo he visto en los anaqueles de libreros locales y la que conservo es préstamo de un hermano que la compró casi regalada a un librero especializado en literatura de la violencia colombiana. 

Uno de los principales motivos para leer este libro eran las referencias a las acciones violentas en el área rural de Neiva, específicamente en la región de Órganos correspondiente a la zona de San Luis y a uno de sus más tenebrosos personajes; el sacerdote Jesús Antonio munar.

Es un libro de hojas gruesas y desteñidas, huele a viejo y se ve como viejo.  Con cierto nerviosismo un sábado en la tarde a la orilla de un camino inicie la lectura, con ese placer que se obtiene cuando una larga búsqueda se da por terminada.  Pero no encontré lo que buscaba. Me percaté que las fotos sanguinarias que emergen de las páginas internas solo eran carnada para atraer al lector amarillista, o para ilustrar que aquello que allí se contaba, no solo era un simple producto de la mente calenturienta del autor, sino una realidad que no podía ser negada. Nunca se habló de las masacres de liberales en Órganos y San Luis, ni del cura loco ajusticiando campesinos, ni de guerrillas incendiando templos, y los rostros gélidos de aquellos muertos seguían en el anonimato que la cámara, la historia y el olvido habían logrado inmortalizar.

“La sombra del sayón” es un libro con una trama simple cuya intención es exaltar la memoria de un héroe local como lo sería Reynaldo Matiz en nombre de Héctor Robles y en cierta forma resarcir el dolor de los liberales muertos por las filas conservadoras.   Más que una novela es una oda, una elegía, un cántico, y como tal requería de la pureza y perfección del lenguaje para brindar su toque sacro y prístino a cada sucedo que allí se narrara.  He tenido en mis manos libros complejos para leer y “la sombra del sayón”. El manuscrito es un poema en prosa difícil de seguir, excepto si se es un erudito de un léxico generoso. Con diccionario en mano rememoré la fuerza del río en los viejos champanes y la desesperanza de los bogueros ante una vida de miserias.  La exquisita y colorida prosa dibujo una Neiva cálida y en determinados párrafos cuasi idílica, como un jardín exótico en un desierto de miedo.  Y también con algo de precaución develó el espíritu mezquino de muchos ilustres personajes de la alta alcurnia que aun hoy guardan ese odio que mata solo con el fin de mantener su fortuna.

La sombra del sayón es la descripción extravagante del demonio que guarda en sus bases sociales y culturales esta ciudad del valle de las tristezas.



“Ellos estaban solos frente al monte”, siempre estuvo en mi casa, fue un regalo del autor a mis tíos abuelos, quienes aparte de la hoja de las lecturas dominicales en la misa y el libro de cánticos, nunca leerían nada más, pero que como todo obsequio de un amigo guardarían con orgullo en uno de los cajones de la vieja cómoda.  Solo lo supe leer cuando ya era un adolescente tímido, más por aburrimiento que por interés. Y lejos de lo que pensaba la abuela, allí no había narraciones edificantes como los sermones del cura en las celebraciones religiosas, sino una amena historia, muy mundana, de un grupo de opitas hartos de la fría capital, que en días de sanjuán decidieron regresar a las tierras en las faldas de la cordillera central en busca de la historia de la muerte de uno de sus amigos. 

Si “la sombra del sayón” con un lenguaje farragoso y en ocasiones malabaresco describía una Neiva con deseos de ser ciudad, “ellos estaban solos frente al monte” mostraba con un lenguaje que cualquier adolescente podía entender, la cotidianidad de un caserío en la década de los cuarenta; las lavanderas en el río, el bobo del pueblo cargando agua para las casas, los viejos riendo por las tardes en las esquinas y un bosque inmenso rodeando e impregnando con su magia la existencia de cada uno de aquellos personajes.

Pero también narraba sin ningún pudor el odio visceral que trajo la violencia política a estas tierras, la barbarie de los asesinos, el dolor de los sobrevivientes y el olor a humo que dejan las ruinas en cenizas,  todo enmarcado en un romance extraño con un erotismo literario magistral que por aquellos años  calentaba mi cabeza…como el hecho de recordar el voluptuoso cuerpo de la morena que durante unos capítulos seria la protagonista y hasta cierto punto villana, hasta el calor que desprendía la mujer del campesino cuando este se levantaba de su lecho a las 3 de la mañana para tener una entrevista con la muerte.

Dos visiones de una época que ya empieza a sentirse remota, de miedo y silencio, como si fueran las calles de la moderna ciudad en un día entre Junio y Julio de un año llamado 2020.

Dos joyas literarias que nos enseñan con pelos y señales la concepción de la realidad y memoria de nuestros abuelos hoy encerrados en casas de monotonía.

Dos novelas eclipsadas por el interés mediático puesto en otros autores, que, sin desmeritar su obra, solo han servido como excusa para un monopolio cultural huilense.

La academia, tiene una deuda enorme con estos libros perdidos de autores olvidados, de una época que avergüenza a muchos y a la cual necesitamos desempolvar  para no caer de nuevo en los síntomas de viejas enfermedades del alma que matan cuerpos bronceados bajo el sol inclemente en un valle rodeado de desiertos, cumbres nevadas, bosques nublados y un río que arrasa con letargo la memoria de quienes le rodean.



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