latecleadera

miércoles, 19 de octubre de 2016

El baúl de los recuerdos


La mayoría de mis antiguos amigos y compañeros de estudio ya tienen familia, muchos de ellos tienen hijos que  son universitarios  y si no miro la paja en el ojo ajeno, yo dentro de poco tendré un preadolescente en casa. 

Ante esto uno se da cuenta que los años pasan volando,  que cuando alguien evoca algún suceso nacional  y este  lleva su tiempo de ocurrido uno siempre exclama en forma un poco estúpida ¡pero parece que fue ayer! 

El tiempo es engañoso, cierto día leí que la percepción que tenemos de él varia con los años,  a mayor edad queda la sensación de que todo trascurre más de prisa,  según explicaban,  para los niños y los jóvenes el tiempo es más largo porque la cantidad de experiencias que guardan en sus cerebros (más lo que no se recuerda de los primeros años)  dan un lapso relativamente corto de conciencia y  el cerebro ajusta esto a su  “reloj interno”  distribuyendo  todo de manera algo uniforme, por lo tanto, un año en la vida de un niño es un largo periodo de experiencias y existir, es todo lo que es.  Un año de un adolescente  a pesar del bombardeo hormonal  será toda “una vida de aventuras”.  Los años de varias décadas se ven como  un fluido  de sucesos que si no se tiene cuidado perfectamente se funden en una amalgama llamada cotidianidad, vida laboral o simplemente adultez.   No sé cómo percibirá el tiempo un abuelo, mirando desde la cumbre de la existencia un ocaso próximo e inminente,  como si la muerte de manera irónica, apresurara el trago de todos aquellos que se le acercan.

Algunos (no todos) guardan cierto  cariño por el pasado,  invariablemente he notado que para muchos “todo tiempo pasado fue mejor”  y de una u otra forma crean talismanes que evocan aquellos años perdidos; la canción en la radio que  entra dentro del epíteto de “clásicos”,  la película vieja en la tv,  el muñeco  colgado en alguna pared o el adorno “vintage” que le da ese toque hipster elegante a lo que sea que queramos presumir.

Algunos contamos  con la suerte (o infortunio) de encerrar pedazos de pasado en baúles y cajas cubiertas de polvo perdidas en habitaciones de silencio.   Cajas de tiempo las llaman unos,  otros simplemente cachivaches del cuarto de san alejo.

Y entre todos esos recipientes de años pasados,  es grato encontrar  y desenmarañar nuevamente aquellos compañeros  que estuvieron a nuestro lado en las buenas y en las malas:  los cuadernos del colegio y la escuela,  esos que las mamás  (o esposas) persiguen con delirio de inquisidor para tirarlos a la basura:  “para que guardar mugres”  exclaman con sabiduría, y en parte tienen razón,  cada arrume de hojas amarillas solo guarda significado para aquel que en ellos escribió,  son una bitácora,  una huella del ser que día tras día fue dejando impreso su espíritu con tinta de lapicero kilométrico azul.




En ellos podemos seguir el rastro  de lo que fuimos, lo que quisimos ser y de lo que nos llevó a convertirnos en lo que somos, y si somos perspicaces podremos extrapolar a lo que llegaremos.


Es así que revolcando encuentro aquellos cuadernos de caratula sin plastificar,   con un diseño austero, que eran cubiertos con forros plásticos monocromáticos para evitar los daños causados por la lluvia  y que en muchas ocasiones eran cortesía del político benefactor de turno.








Y allí están plasmadas las primeras palabras, las primeras frases y los primeros dibujos





Al ojearlos bien puedo evocar el instante en que dibuje aquello, sentado en un pupitre de madera compartido, en una mañana de frio y niebla, atento a la cartilla guía.









O simplemente dejando escapar la imaginación.



Creando pequeñas viñetas


Experimentando formas y colores


Luego llegarían los modelos modernos ya plastificados y de coloridos diseños,   a tal punto que contar con un “buen cuaderno” podría ser considerado como un elemento de prestigio dentro del ambiente estudiantil.










Llegaría el colegio y los cuadernos argollados, el imprescindible   y moderno “jean book” que permitía arrancar hojas sin el complique de buscar su gemela para que esta en el futuro no saliera volando con apuntes importantes


Y por supuesto, los desvaríos juveniles de un nerdo en busca de emancipación






El horario que organizaba la vida por materias


La ultima hoja donde se apuntaba todo aquello que estaba prohibido en el resto del cuaderno


Los malabarescos dibujos



La aplicación del cálculo para encriptar el nombre


La maldita ideología de género inmersa desde aquellos años en la pecaminosa educación sexual

Para finalmente llegar a la universidad entre gráficos confusos



Que luego se convertirían en surrealistas figuras









Como era de suponer, el semestre fue un fiasco
Luego cambie circuitos por arterias


Y como si no hubiese tomado escarmiento,  junto a algún compinche  los apuntes se convertían en tableros de triqui y cuentas de partidas de póker


Curiosamente también encontré joyas como el hecho de saber que mis tíos abuelos también lo escribían todo,   como el día en que mi bisabuela murió


O encontrar un telegrama de  mediados del siglo XX


Tesoros entre cuadernos al azar



Postales navideñas,  tarjetas que ahora más que nunca añoro en los arboles de diciembre,  y podría decir que ahora más que nunca añoro los árboles que sustentaban estas postales,  nada semejantes a los uniformes pinos plastificados de moda.


Y por último joyas de la literatura católica



Recomendado para muchas de mis amigas



El baúl de los recuerdos  me permite ser niño de nuevo,  me permite enlentecer el tiempo y soñar de nuevo en lo que quiero ser cuando sea grande.


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