Luis coronado vivía con su hermana Teresa en una casa maltrecha al
borde de una pendiente a la salida del pueblo.
Era (o es) una casa de bahareque, anden alto para poder sentarse en él y ver pasar los
días, una sala pequeña y limpia con piso de cemento pisado, marrón y
brillante, dos habitaciones alejadas de mi innata curiosidad infantil y un solo corredor con piso de barro no mayor a tres metros, terminando en un rincón oscuro y negro de hollín donde quedaba la
cocina con su horno de leña. Los baños a
pocos pasos de allí hacían equilibrio al borde del barranco - como toda la casa-. Era una panorámica extraña: una labranza de
café, cacao y plátanos, con árboles
inmensos dispersos donde los pájaros y las cigarras hacían de las suyas. al parecer vivía alguien más con ellos, otro
hermano, creo que el más joven, el más versátil, y si la memoria no me falla murió cuando yo era un adolescente. olvidé su nombre... Solo lo recuerdo alto…como todos los adultos a la mirada de un
niño.
Mi tía me enviaba
allí a comprar las yucas que Luis
cultivaba en aquella pendiente o por
hierbas para algún remedio o a dejar
algún tipo de presente cuando mi tío traía comida de más a la casa. en ocasiones me mandaban con la sopa que había sobrado del día o cosas
por el estilo, la mayoría de las veces
me recibía Teresa, una mujer un poco mayor que mi tía, tal vez rondando los 60 o
más años, de corta estatura, delgada pero de contextura fuerte, cubierta con
vestidos de tela con bordados de flores, la mayoría de ellos de tonos oscuros; cabello negro largo peinado a la mitad y recogido en una moña sencilla, y unos
pies planos y cuadrados con un callo en el talón de varios centímetros de
grosor, no recuerdo nunca haberla visto calzada. Hablaba rápido y suave con un toque nasal, se
alegraba al verme y me comentaba y preguntaba montones de cosas de la vida cotidiana que yo no sabía y
que ella misma en un susurro se contestaba mientras me servía una taza de café
negro y frío y un trozo de pan. Caminaba
por las calles del pueblo hablando con cuanto paisano encontrara y era la surtidora de escobas de monte para la
casa, allí llegaba con las mejillas rojas y escurriendo gotas de sudor por la
frente luego de una jornada de arrancar maleza en los potreros para formar una
escoba de hierbas con la cual se barría la casa, dejando un aroma a monte, a
montaña, algo exquisito.
Pero hay dos situaciones particulares por las cuales recuerdo
a esta mujer; la primera, cuando ya me
había graduado como médico y en uno de
aquellos arrebatos de altruismo y bondad compraba mercado para llevarle. En una de esas oportunidades, una tarde de
sábado, llegué a su casa, y entrando sin
golpear, como era lo usual si la puerta estaba abierta, pasé directo a la cocina donde la sorprendí preparando
un caldo insulso para la cena. La saludé y le entregué el paquete sin mayor
protocolo, ella sonrió, sacó cosa por cosa mientras decía para que le servirían y las iba guardando en tarros y calderos, luego para mi sorpresa, tomó una olleta de la hornilla,
sacó un vaso algo sucio del lavadero, lo limpió con su mano y con un trapo de
dudosa higiene, sirvió en el algo de aguadepanela (más agua que panela) y de uno de aquellos calderos hizo aparecer una bolsa con el único pan de 200 pesos que le quedaba, me lo pasó, y no me dio opción de rechistar. Fue un gesto de desinterés y humildad que me conmovió.
La segunda situación por la cual la recuerdo fue cuando mi
tía murió, ese sábado en la tarde después
de llegar en el carro de la funeraria,
depositamos el ataúd en la sala, había pocas personas; mis abuelos y dos
vecinas: doña Rosalba y luz Dary, la
noticia aún no se había regado, por lo que no había curiosos y visitantes, las flores las traía mi esposa que llegaría en
unas horas de Neiva. Y allí, en un atardecer
como tantos, con el sol a punto de caer
sobre las montañas y el canto de unos pocos pájaros en los naranjos, apareció Teresa
por la puerta, pequeña, con su cabellera cana, susurrando para sí como
siempre, se acercó al ataúd, vio a mi tía
en él, soltó unas lágrimas mientras decía
“nos dejó mi amita, lástima que se fue mi amita”
y dejó un pequeño manojo de flores moradas que había
recogido del camino o de algún potrero lejano, como lo hacía con las frondosas escobas que años atrás llevaba, esperó
unos minutos mientras rezaba algo inentendible y salió. Murió poco tiempo después, las causas y los pormenores
no los supe, me enteré uno de los tantos fines de semana en los que visitaba a
los abuelos en el pueblo. Aún tengo pendiente
llevarle un pequeño ramo de flores moradas a su tumba.
Luis siempre fue sordo
por virtud, hombre de caminar pausado, rasgos indígenas francos, con una piel blanca percudida por el sol, tenía
ojos pequeños y vivaces y una sonrisa
tatuada en el rostro, hablaba y hablaba aún más que su hermana, solo que este
lo hacía a ritmo lento, era común verlo entrar por el portón de la casa,
saludarme con un efusivo “hola hijo” y sentarse en uno de los taburetes de la
cocina a charlar y charlar en compañía de un buen café. Hombre trabajador de manos callosas, entregado a la tierra, de
pensamiento simple pero práctico. Presenció
el decaer de mis tíos, y aun en los últimos días se le veía entrar en la casa o si no, golpear estruendosamente la puerta para entregar
una de las dos yucas que había cultivado con esmero.
Cuando la casa estuvo
sola, yo en ocasiones llegaba un fin de semana y veía el patio pulcramente
desyerbado, había sido Luis, alcancé a
pagar tres o cuatro veces su trabajo, pero luego se perdió, pregunté
por él y me contaron que lo habían llevado al ancianato para que terminara sus días en tranquilidad y comodidad. Semanas después mi abuela me comentaba
que ya no estaba allí, que no lo
soportaban, el encierro había despertado esa parte rabiosa que estaba guardada
en algún lado, de modo que no veía ningún problema en darle con un palo a las
monjas que lo cuidaban o escupirle cualquier palabrota inentendible al personal
del asilo, al final optaron por dejarlo libre, como siempre había querido
estar.
Los años le cobraron
factura, además de sordo se estaba
quedando ciego, no recuerdo si tenía los
ojos claros per se o las cataratas le daban ese color. Seguía yendo a su labranza a cultivar no sé qué,
comía donde los vecinos o en ocasiones en el ancianato (cuando el mal genio que
le evocaba el lugar se lo permitía) y dormía en su casa al borde del barranco. En ocasiones lo veía pasar frente a la casa
o me lo encontraba en la calle, en
otros tiempos era él quien me saludaba alegre, ahora tenía que ser yo el que me
le paraba en frente, para que detuviera su marcha y me reconociera, o le tocaba
el hombro para que enfocara sus ojos blancos pequeños y vivaces. Sonreía sinceramente y en su jerigonza
inentendible solo lograba acertar un “hola hijo” y “Neiva” o “niño” yo a todo respondía
que sí, suponiendo que preguntara por mi trabajo y mi hijo. Se despedía
efusivamente de mano, y seguía su camino con paso pausado y tranquilo. Murió un día del 2013, luego de rodar por la
pendiente que tanto había querido, lo
encontraron al borde de la carretera malherido, fue llevado rápidamente al
hospital del pueblo donde en una camilla dejó escapar su último aliento. El mismo terruño que durante años le dio su
sustento fue el mismo que tomó su vida a cambio. ¿Cuantos años tendría? ¿80?
Si no hubiese caído, posiblemente hubiese llegado a los 100.