Mi abuelo odiaba la guerra y
todo aquello que de ella  derivaba. Repetía
a su manera las parábolas que salían del templo los domingos y cual  inquisidor  velaba para que  “el amor al prójimo” se cumpliera a cabalidad
entre todos sus conocidos.
Desgraciadamente nunca volvió a
dirigirme la palabra, cuando sin querer descubrí una vieja fotografía en donde
posaba feliz alzando su fusil con bayoneta 
y un cadáver a sus espaldas.
Aun en su final, desde el féretro,
guardó cierta expresión de vergüenza, esa que deja el pasado que no debe
removerse y que nunca se puede olvidar.
 

 
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