Por allá en los inicios de la década de los noventa, los
fines de semana en la tarde daban una novela juvenil mexicana llamada alcanzar
una estrella, que por mucho que los cuarentones de hoy se niegue a
aceptar, todos veíamos por inercia o
simple interés. La cosa es que una ramificación
de la rosa y musical historia central trataba sobre los conflictos entre un
padre multimillonario (papá del personaje principal) y un hijo díscolo, que
posiblemente aburrido de tanto control y opulencia abandonó su hogar y se desvaneció
en los arrabales de ciudad de México, viviendo de lo que siempre había querido
ser… un gran pintor. Como todo buen
artista plástico, si desayunaba no cenaba, pero a pesar de todo, poco a poco
fue levantando fama y curiosamente uno de sus principales mecenas era
precisamente su padre, quien sin saberlo sentía un interés particular por sus cuadros
de tendencia abstracta (eso se lo explicó a una señora que le preguntó sobre
esos mamarrachos dibujados en un lienzo que ocupaba toda la pared posterior de
su oficina: “es un increíble y anónimo artista, sus obras son magistrales”…bueno,
nunca dijo eso, solo lo recreo porque más o menos eso fue lo que quiso
decir). Pero como el tema de esta
entrada no es esa novela ni sus dilemas, solo lo tomo como referencia para explicar
el hecho de que al terminar de ver ese capítulo, y lejos de soñar en ser un
cantante galán; caminando a eso de las 5 pm por la calle que conducía a la casa
de mi abuela, mientras miraba las montañas inmensas que quedaban frente a mí,
de un verde oscuro progresivo con la nitidez atmosférica ideal que deja la
lluvia reciente y un leve contraste e iluminaciones de niebla en filamentos y
vapores algodonosos sobre pastizales y maleza, me prometí que sería un pintor,
un gran pintor como el personaje de la novela, con un estudio inmenso repleto
de lienzos, pinceles y tarros llenos de color…lo del papá ricachón y los demás problemas
los dejaría para una futura reencarnación.
Y desde ese día, cada noche, en la mesita de madera de mi habitación y
antes que todas las luces de la casa se apagaran y el cazador celestes se
levantara en lo alto del firmamento acompañado del ulular de las lechuzas y las
risotadas de las brujas, lápiz en mano y buscando aprovechar cada espacio de
las hojas de un cuaderno con paginas limpias del año anterior, dibujaba
pequeños bocetos de lo que serían mis futuras y magistrales obras de arte.
Fue allí donde nació esa mujer con un solo ojo, no
precisamente por ser cíclope, sino por mala proporción anatómica e improvisación
y para corregir y darle sentido y peso estructural a la imagen le puse un
sombrero que se asemejaba al gorro de un bufón.
Los sombreros tienen algo especial, son algo así como una proyección de ese súper yo mágico que cada uno lleva dentro de la cabeza y por ende dentro del alma, son las representación tetradimensional del deseo primitivo que se ha domesticado y busca ser. Por eso mi viejo nunca salía de casa sin él, por eso Indiana Jones jugaba una extremidad ante el riesgo de perderlo, el capitán Haddock enloquecía si perdía su gorra de marino, el Chavo y Kiko no serían ellos sin sus adorno cefálicos, Lucky Luke y el teniente Blueberry son icónicos por sus sombreros vaqueros, las brujas y los magos guardan secretos en su interior y hasta el papa y todos los grandes mercaderes de las religiones viejas llevan su salvaguarda de testa.
Pocos años después, ya saliendo de la adolescencia y sumergiéndome
en los delirios universitarios, cayó en mis manos el álbum “días y flores” de Silvio
Rodríguez, y su tema “oleo de mujer con sombrero”, que para ese momento no revistió
mayor importancia, esencialmente porque aún no había pintado nada, pero como quiero cerrar el círculo, no está demás
decir que dicho tema hace parte de la tetralogía: dibujo
de mujer con sombrero, detalle de mujer con sombrero, óleo de mujer con
sombrero y mujer sin sombrero.
Y llego el reciente ahora, sin ser el artista famoso que de
adolescente deseaba y muy lejos de las ideas que amalgamaba con sorbos de cerveza
en un bar a pocos metros de la facultad de medicina.
Óleo de mujer con sombrero es el reinicio de una obra que deje convertida en retazos cuando los dioses prehispánicos se negaron a ser coloreados.
Es convertir la línea del grafito en trazo de pincel impregnado de aceite de linaza, aguarrás y colorantes pastosos. Es la bruja con sombrero de vagabundo poético que quiso conservar un solo ojo porque tal vez ya ha visto muchas cosas, o porque no quiere ver más de lo necesario. Verde como la maleza de las montañas aquella tarde de principios de los noventas, azul como el frío que es preámbulo de la noche y vaporosa y etérea como la brisa que trae la inspiración.
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