Hace unas noches
soñé con el diablo. Me encontraba
en la casa vieja del pueblo, en escenarios completamente oníricos, entre
planicies inmensas y bosques merodeadores bañados por la luz de la luna llena parcialmente
cubierta de nubes; una luz de medianoche, una luz de perros en silencio y
grillos indiscretos, en un lapso de tiempo que bien podrían ser las horas
previas al eterno preámbulo del
amanecer, cuando las estrellas preparan su incipiente agonía y el tremor de los
rayos solares aun ajenos pero si inminentes anuncian su llegada.
Por terroríficas y mundanas
razones que no van al caso, mi yo imaginario había decidido subir al techo de
la casa, buscando con rabia aquello que de forma silente
acechaba mi familia durmiente y no daba tranquilidad a su descanso. De pie sobre las viejas láminas de zinc lo
vi. En un principio como algo difuso,
enmascarado en el fondo silvestre que se extendía tras él. Mis ojos algo encandilados por la luz cetrina
que desprendía el astro de la noche, solo
lograron distinguir su forma cuando los nubarrones pasajeros descubrieron la
cara de Selene y su brillo de misterio cayó sobre nosotros. Era un figura alta, desgarbada, encorvada,
piernas flacas con extrañas incongruencias anatómicas, brazos que llegaban
hasta sus rodillas y de los cuales unas manos estilizadas y con garras se
aferraban al aire, una cola serpenteante bailaba al compás de las melodías de
los grillos y una sombra sobre su espalda -bien podrían ser sus alas o una capa
cubriendo su desnudo cuerpo- se movía al
antojo de la brisa nocturna. Su cuerpo
no era de color negro, era oscuro, y al
notar mi presencia giró su cornuda cabeza
hacia mí. No existía una cara,
solo había un agujero de tinieblas delimitado en una fileña silueta, dos brasas
ardientes hacían las veces de ojos y
desde ellos me lanzó una mirada mezcla de odio, sorpresa y finalmente
indiferencia. Fue una situación
semejante a cuando se sorprende un gato
en el tejado y este planta su mirada ante la nuestra instantes previos a
escapar. De igual forma, este ser, el
señor del mal, tal vez buscando un instante de silencio, un momento de soledad
o simplemente molesto por la presencia de un simple mortal, decidió
desvanecer su presencia en los sonidos,
aromas y visiones que la noche carga y raudo como un ventarrón se abalanzó
sobre los techos de las casas vecinas para perderse finalmente en los bosques
lejanos. Yo me quede allí,
perplejo, había visto al mismísimo
diablo y vivía para contarlo. Luego
desperté.