Me cuesta imaginar como en un
remoto pasado, un grupo de homínidos cazadores armados con palos y piedras hicieron frente a
una manada de uros imponentes; cuernos contra pulgares, bufidos contra gritos,
al final el cuerpo yermo de una de aquellas bestias y el jolgorio y la
algarabía de los protohumanos. Pasarían los siglos y las crías de ambas
especies irían sellando la extraña relación que se desprendió de aquel
encuentro violento. Los simios perdieron
el pelo, aumentaron de estatura y tecnificaron sus primitivas herramientas,
nacería el homo sapiens y este se auto proclamaría el rey del mundo, la razón y
fin de la creación. Los cornudos
cuadrúpedos continuarían pastando en las planicies, rumiando apacibles mientras
el simio alteraba su mundo, lo alteraba a él, y lo convertía en un animal
dócil, lo domesticaba. Por los 10 000 AC
cuando la humanidad dejo de ser una manada más y entro en la historia,
el toro estuvo a su lado; con su fuerza quebró la tierra para el sembradío, con
su piel cubrió sus cuerpos y hogares, con su leche (siendo más exactos de la
vaca) alimento las crías flemáticas e indefensas y para completar regalo su
mierda para abonos y paredes. El hombre,
animal débil y escueto, deslumbrado por su fuerza lo elevo a condición de dios,
lo entronizo en las estrellas del firmamento, lo convirtió en pieza
indispensable de lo que más tarde llamaría arte. Quedaron invictas ante las embestidas del
tiempo las estatuas de dioses toros alados mesopotámicos, los frescos etruscos
y cretenses donde gráciles hombres saltaban sobre los lomos bovinos mientras
mujeres esbeltas con sus tetas al aire los elogiaban. Quedaría el minotauro
producto del bizarro romance entre el toro de creta y Pasifae; quedaría el becerro de oro que despertaría los
celos patológicos del maniaco Yahveh, quedaría Zeus transformado en toro y
montando lujurioso a Europa; el Apis egipcio, la vaca madre nórdica Audhumla,
las vacas sagradas de la india (simples encarnaciones divinas.) Curiosamente
utilizo al mismo animal como ofrenda ante estos mismos dioses, nacerían los
sacrificios, las hecatombes. La mala suerte cayó sobre el estúpido
rumiante, que sin saber cómo ni cuando entro a formar parte del rito de sangre,
su vida fue la moneda con la que se pagaba el equilibrio prestado de las
fuerzas celestiales.
jueves, 18 de septiembre de 2014
miércoles, 3 de septiembre de 2014
Awesome mix Vol. 1
Guardaba cierto recelo ante la película,
pero luego de las buenas referencias que dieran varios de mis compañeros de
trabajo finalmente opte por irme de plan de cine junto a mi esposa y mi hijo,
como siempre emulando la bárbara costumbre gringa de engullir una abrumadora
cantidad de maíz pira (palomitas de maíz dice mi hijo) y la versión extra
grande de Coca-Cola necesaria para estimular la meada a mitad de la función.
No me arrepiento en absoluto, los
guardianes de la galaxia, desconocidos para mi hasta ese momento (el universo Marvel
es tan grande que vaya uno a saber que puede encontrar escondido) llenaron todas mis
expectativas para una película de superhéroes y ciencia ficción. Tiene todo lo que un buen friki puede buscar:
héroes proscritos, razas extraterrestres muy semejantes entre sí, señores
oscuros buscando dominar el universo,
fuentes de poder ilimitado y alienígenas sexys con quien sabe que variante anatómica que les de ese “toque único”. No es
una historia nueva, a los pocos minutos uno tiene la idea de cómo va terminar, sus personajes son bien
delineados sin necesidad de crear salidas argumentales imprevisibles ni nada
por el estilo; pero es tan semejante a las historias que uno se armaba de niño,
cuando se jugaba con los muñequitos de yupi y chitos, que al mejor estilo de Amparo Grisales bien podría estirar el brazo y decir “me erice”, eso sin
contar las ambientaciones que
rememoraban en algunos momentos escenas de la guerra de las galaxias o en el
colmo del desorden neuronal, a escenas de He-Man o a Skeletor camuflado en el
villano de la historia. Pero por encima
de todo estaba la banda sonora,
simplemente sobria, majestuosa, asombrosa. Y en StarLord
con sus audífonos de diadema nos vimos
reflejados todos y cada uno de los musicómanos de los ochentas y noventas. Una
transitoria taquicardia supra ventricular me dio cuando al inicio, el
pequeño Peter Quill escuchaba en su walkman (radio caminador decía
pacheco en el precio es correcto) una melodía que había estado perdida por
varios años en las remotas circunvoluciones musicales de mi cerebro. Y al amparo de “i am not in love” de 10 cc, fue llevado por los crueles devastadores a las profundidades galácticas.
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