En el mundo religioso, uno tiene una infinidad de temas en los cuales centrar todos sus miedos y terrores infantiles, y si movemos el timón y navegamos en los océanos del catolicismo, verá con dicha cómo se despliega un zoológico de monstruos que reptan por oscuros cuerpos de agua espiritual. Uno de aquellos animales, propio de los mejores bestiarios medievales, es sin lugar a dudas el culto mariano.
Lo que más identifica al católico es su
devoción a la Señora madre de Jesucristo, el amor ciego y obsesivo por esta figura es la bandera que los guía.
Y pues, ¿quién no cae rendido
ante el encanto celestial de esta femenina de belleza juvenil e inocente? que,
con esos ojos grandes y compasivos, mira con cierto aire de condescendencia y ternura nuestra
humanidad terrenal, la imperfección de nosotros, los hijos de Eva, las mascotas de las cortes
angelicales y el dolor de cabeza de toda la jerarquía divina. Sin
contar, claro está, que este
culto cuasi enfermizo hacia una proyección de no sé cuántos traumas y complejos de Edipo sociales, reflejados en
figuras de yeso pulcramente elaboradas, hace
que aquellos cristianos no muy congeniados
con la madre de Dios, y cuya única verdad es un libro vetusto de mitología de
un pueblo de la Edad de bronce, se desgarren las vestiduras, se arranquen los
pelos de la cabeza y, como monos paridos de un monito y una monita, brinquen y
hagan piruetas en sitios de atraco consensuado llamados templos de culto.
Como a los brazos de María, madre de Dios y madre nuestra,
llegan todos esos católicos de oscuro pasado, de juventud libertina, de
ideología cuasi fascista y de moral disipada enmascarada en buenas conductas,
uno no puede sentir sino cierto grado de temor y desasosiego cuando
por azares del destino termina
metido en cualquier cosa que utilice
los prefijos, adverbios, sufijos, verbos
y no sustantivos que se relacionen
con “mariano”.
Y como todo
buen no creyente, apóstata y
hereje, pues lo lógico sería
evitar al máximo tener contacto con esas emanaciones celestiales que tras de sí traen una sombra de quién sabe qué maldad. Pero no, uno tiene que ser rebelde y rebelarse contra
los que se rebelan y caerle mal a los creyentes y confundir a los que no lo
son. Y hasta donde sé, ninguna
de las casi infinitas advocaciones marianas tiene derechos de autor, y ya que
en este mundo todos se lucra con cualquier tipo de pecado, para luego rezar y
empatar y dejar confundido al diablo, yo, ni corto ni perezoso, un día cualquiera llegué a la conclusión de que los curas y el clero no debían ser
los únicos que se lucraran con la figura de nuestra celestial madre. Como ya no
soy joven ni soy mujer, eso de inventarme una aparición mariana para luego
traer una romería de gente, montar
un sitio de oración, construir
una capilla que se transformaría
en catedral a la cual llegaría
mucho dinero, desistí de esta
idea y, sentado en un sillón, mirando al techo y viendo que todos vendía rifas para tener plata para
pagar desde arreglos de carros, comparendos de tránsito, semestres, recuperar dinero de estafas o completar la
plata para una cirugía, me dije a mí mismo: "mi mismo, ¿por qué no hago una rifa, de algo, para bienestar mío…?" Y, cual aparición de mujer luminosa en una gruta
europea a principios del siglo XX,
se me ocurrió la idea de pintar
una virgen. A la gente le gusta la virgen, aman la virgen, se matan por ella y
matan por ella.
¿Pero cuál? A pesar de no ser creyente, crecí
en un hogar profundamente católico, de modo que aún guardo
cierto respeto hacia la figura virginal, por lo tanto, decidí no meterme por derroteros blasfemos, que, auspiciados por la voz del diable (porque el diablo es progre), incitan constantemente a adquirir más bonos infernales.
Las representaciones marianas guardan ciertas características comunes, y una de
ellas es nuestro divino salvador
en versión mini, el niño Jesús. Y una cosa que tenía clara en mi futura idea de pintura
era que esta iría sin el
infante, y tengo razones para excluirlo. Primero, en muchas representaciones
marianas el niño Jesús aparece
como una extraña protuberancia saliendo del tronco de la virgen, cual si fuera una película de Aliens, una cabeza coronada sin
proporcionalidad que, más que fervor religioso, provoca cierto fervor hacia la
investigación médica de posibles
mutaciones materno-fetales o a
investigaciones sobre fenómenos de evolución de teratomas ooforoesternales. La otra razón es
que, en las imágenes que no tienen alteraciones anatómicas, aparece un niño
encantador, hermoso, rubio y regordete, de ojos color azul encanto, que miran al observado con aires de prepotencia, de niño malcriado, de
criatura que, si no se le cumplen sus caprichos, bien puede convertirlo a uno
en finadito, tal y como lo
narran las historias del evangelio apócrifo de la infancia de Jesús.
El único Jesús
infantil que es agradable es el Niño
Dios que aparece en Navidad,
y para que este llene nuestras almas con su luz celestial, requiere la compañía
de un burro, un buey,
pastorcitos pendencieros y peces alcohólicos.
Así que, una
vez aplicados estos criterios de exclusión quedaron fuera advocaciones que
siempre habían llamado mi atención, como lo serían la Virgen del Pilar,
la Virgen del Divino Amor, la Virgen del Perpetuo Socorro y la Virgen de los Tiestos de Tutaza, quedando
en mi listado señoras del cielo como; nuestra Señora de Lourdes, que se descabezó
porque tenía mucho blanco y
quería una obra más colorida; la Virgen
de Fátima, que estaba reservada para fines más ufológicos; la Rosa Mística, que tenía antecedentes poco gratos de
llorar sangre; la Virgen de Medjugorje,
que aún tiene problemas en cuanto a trámites
administrativos que la avalen ante la oficina celestial de Registro Mariano y de Procesos Aparicionales y Milagrosos
del Ministerio Seráfico del Capítulo
Virginal; o la Virgen de La
Salette, cuya apariencia da más para una obra de ciencia ficción o, en
su defecto, una película de terror gótico.
Además,
quería algo más criollo, más de estas tierras americanas, y por estos lares solo
se me venía a la mente la Virgen de Piendamó, que era como una Señora de Lourdes pero más blanca y
con el feo antecedente de que su contacto terrenal había estafado a mis tíos abuelos, haciéndoles comprar una vértebra de dinosaurio como si fuera
parte de la roca donde su santificado pie había hecho polo a tierra en una
finca del Cauca. Así que solo
quedaba nuestra Señora de Guadalupe,
ampliamente conocida por ser protagonista del tercer programa de televisión más
importante de Colombia (siendo
el primero Chespirito, el segundo
Padres e Hijos, el cuarto Tu Voz Estéreo y el quinto Don Chinche) y porque, según un
escritor que no sé qué tan bien puestas tenga
las tuercas en la cabeza, decía que en sus ojos estaban registrados hechos ocurridos por allá en los años 1500.
Aunque guardaba
recelos sobre la pertinencia de dibujar una María de tierras lejanas, descubrí
que la fanaticada guadalupana en estas tierras cafeteras es inmensa, y que si
aquí, mexicanos como Carín León habían ganado en “Yo me llamo”, no había razón para
creer que la Morenita no
estuviese enraizada en nuestros corazones.
Por eso me sumergí en el mundo guadalupano,
escarbando desde sus inicios por allá
en la Extremadura española y las
vírgenes negras, hasta la
historia del indio Juan Diego,
el debate sobre su veracidad, las intrigas y luchas teológicas y eclesiásticas
que perduran aún hoy en día, la Revolución Mexicana, las Guerras Cristeras y, finalmente, el
posicionamiento de su santuario a tan solo un escalón del poder de la Basílica
de San Pedro. Y cuando fue suficiente
por ese lado, pasé al otro, en donde me sentí como Robert Langdon escarbando en simbologías que incluían a dioses
prehispánicos, fenómenos astronómicos, arquetipos universales y leyendas
contemporáneas ideales para una creepypasta.
Y ya con
todo este cuerpo histórico, antropológico,
simbólico, pictórico y sobrenatural, papel en mano, una noche de
principios de noviembre dibujé
el boceto de nuestra Señora de
Guadalupe, nuestra Morenita
milagrosa. La intención era algo con tendencia cubista o con un geometrismo incipiente, algo que se
alejara del estereotipo mariano pero que conservara su esencia celestial. Por
fortuna, unas son las cosas que piensan los hombres y otros los designios de la
Divina Providencia, y entre
pincelazo y trazo, entre mancha y línea, la Guadalupana estelar vio la luz del día. No voy a entrar en detalle sobre ella, ya que me gasté casi 30 minutos en un video
en TikTok explicando por qué es así y no asá.
La Guadalupana cumplió su propósito, refrescó mis finanzas decembrinas y,
apelando a la casualidad, trajo a todos los de la casa una racha de buena
suerte, a tal punto que mi esposa dejó vencer la suscripción al grupo de “Santa Martha, patrona de los imposibles”
para ingresar al selecto grupo “de la Virgencita
de los Milagros de Guadalupe”. Por desgracia, el cuadro de la Divina Señora tenía que pasar a nuevas
manos.
Y como el que es caballero, repite: la Madre de Dios, intercesora nuestra ante su hijo el Altísimo, patrona del pueblo latinoamericano, la Morenita, nuestra Madrecita, la sagrada Tonantzin, desparramó su poder mágico y solicitó que se le fuera hecha y consagrada una nueva representación. Esta vez, secundada por sus antiguos compinches prehispánicos, los cuatro rumbos del universo, los caminos que recorren los vientos aztecas, los hacedores del mundo: el Tezcatlipoca negro
el Tezcatlipoca azul
el Tezcatlipoca blanco
y el Tezcatlipoca rojo.
“Ὑπὸ τὴν σὴν
εὐσπλαγχνίαν,,
καταφεύγομεν,
Θεοτόκε.
Τὰς ἡμῶν ἱκεσίας,,
μὴ παρίδῃς ἐν
περιστάσει,,
ἀλλ᾽ ἐκ
κινδύνων λύτρωσαι ἡμᾶς,,
μόνη Ἁγνή,
μόνη εὐλογημένη”
“Sub tuum praesidium
confugimus,
Sancta Dei
Genetrix;
nostras
deprecationes ne despicias
in necessitatibus;
sed a periculis
cunctis
libera nos semper,
Virgo gloriosa et benedicta”
Año 240 después de nuestro salvador.
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