En cierta ocasión un compañero de trabajo en medio de una
jocosa y poco sana charla sentenció:
- “sobre política y
religión lo mejor es no opinar”
Esto expresado en el contexto de que para evitar
malentendidos entre conocidos con distintas corrientes ideológicas, lo mejor
era pasar estos temas por alto y seguir con el feliz diario vivir.
Esa postura no parecía descabellada, el tema religioso, luego que se considerara a Colombia como un estado
laico y que todas las religiones guardaran los mismos derechos ante la ley, pasó a ser de esos temas que uno por literal
“decencia” trataba al máximo no tocar.
Por desgracia las cosas no siempre son como deben ser, y el asunto religioso paso de ser,
en teoría, un aspecto íntimo y espiritual, a transformarse en un elemento que
literalmente podía subir o tumbar gobernantes.
¿Qué fue lo que ocurrió?
Hagamos algo de memoria
Hace unas décadas el asunto religioso ya estaba zanjado,
Colombia era la patria del sagrado corazón (desde el año 1952) y la iglesia
católica, apostólica y romana la única institución oficial encargada de velar
por nuestros asuntos morales y espirituales (salvo algunas excepciones no del
todo bien vistas, pero apretadamente aceptables). En la escuela y el colegio la clase de religión
(católica) estaba a la par con las clases de español y matemáticas, y el hecho
de creer en Dios era una cosa que se
daba por sentada; simple lógica, simple sentido común, solo algunos comunistas o hippies
marihuaneros eran los únicos que en su retorcida vida osaban poner en duda
aquella verdad.
Como nos bautizaron antes del año de vida, para evitar el
mal de ojo y en caso de morir quedar en el limbo (que por suerte ya no existe)
se podría decir que nacimos católicos, nuestros padres fueron católicos,
nuestros abuelos fueron católicos, nuestros bisabuelos fueron católicos,
nuestros tatarabuelos fueron católicos, nuestros tataratarabuelos fueron
católicos, nuestros tataratataratatarabuelos fueron católicos, nuestros
tataratataratataratatarabuelos fueron católicos, nuestros tataratataratataratataratataraabuelos
fueron católicos, uno de mis tataratataratataratataratataratatarabuelo fue
católico, el otro (él o ella) fue un simple panteísta, posiblemente animista,
hereje y vaya a saber uno si satánico,
que junto a sus padres y abuelos fue debidamente encausado en el camino
de la salvación, bien por la fuerza de la palabra, bien por la fuerza del látigo
o la espada.
Pero como el maligno es poderoso, y como bien está escrito y
estipulado en las distintas profecías marianas, al final de los tiempos la confusión
reinaría en el mundo. Después de la
constitución del 91, el país pasó a ser un estado aconfesional, con libertad e
igual de cultos y con una clara separación entre lo que era el estado y la
religión. A esto le sumariamos el auge o
explosión tecnológica que se dio a
finales de los noventas y en el nuevo milenio, con su secundaria masificación
de la información. La expectativa en un
futuro mejor avalado por la ciencia y la tecnología y el advenimiento de una
edad dorada de la humanidad nació en la mente de todos. Por desgracias esto no se dio, la ciencia mostró que no todo era color rosa,
que no podía solucionarlo todo, que quedaba mucho pendiente por resolver y que
muchas cosas no se podían mejorar. El mundo se sumió en un capitalismo salvaje
auspiciado por políticas neoliberales, el medio ambiente dejó ver su lado flaco
y agresivo, y todo lo que una generación había soñado (mi generación) quedó
resumido en un mundo con un futuro incierto, sumido en guerras contenidas por
líneas imaginarias, el hambre afianzado sus raíces y unos bonitos teléfonos
inteligentes que nos permitían estar conectados a la red a toda hora para
suplir nuestra necesidad de atención y elevar nuestro ego a punta de
instantáneas hipócritas… pero a pesar de todo, esta era la época dorada de la
humanidad, nunca antes habíamos estado mejor.