En
mi primer día de clase -me imagino que fue un lunes de febrero- como solía
suceder a menudo en mi pueblo, las mañanas eran frías con una densa niebla
cubriendo los techos de las casas y desparramándose por la calles sin
pavimentar o en el mejor de los casos acompañada de una llovizna tenue y
vitalizante. Ese día no solo hacía frio,
sino que la niebla espesa que había retrasado el amanecer traía consigo la lluvia con la fuerza suficiente para empaparlo todo y
desprender las hojas del samán del parque para luego dejarlas correr en los arroyuelos
que se formaban a los costados de las calles. Por suerte mi tía había alcanzado
a llevarme al kínder antes que el chapuzón cayera y allí en compañía de otros
niños con miradas perplejas y algo despistados, posamos temerosos ante las
cámaras y las miradas de no sé cuántos padres de familia que orgullosos
acompañaban a sus hijos.
Esa
mañana este introvertido personaje sentado en un pequeño asiento de madera,
confundido por aquel alboroto, llamó la
atención de una mujer de sonrisa amable, ojos pequeños y pómulos grandes, quien pensando que yo estaba a punto de
desparramar las primeras lagrimas me entregó un muñeco de tela con forma de chimpancé, relleno de algodón y con un esqueleto de metal.
Lo tomé y lo abracé y en mi curiosidad empecé a buscarle la parte dura que
estaba en su interior, de algún modo le saqué un alambre, lo cual me asustó, cuidadosamente lo dejé en un rincón mientras con precaución
me alejaba del sitio del delito. Ese fue
mi primer contacto con una profesora. Ella era la profesora Nohora, la que se
encargaba de los niños más pequeños del preescolar -en los cuales yo no
clasificaba- pero que de todas formas había buscado el método para alegrarme el
rato.
Mi
profesora era una monja italiana de la orden del “divino amor”, se llamaba (o llama) Vicenzina,
o al menos así le decíamos; a pesar de su carácter fuerte era cariñosa y amable con sus pupilos, le gustaba
el orden y con voz firme lo hacía cumplir, pero también reía cada rato y puedo jurar que disfrutaba el
verse rodeada de mocosos no mayores de 7 años.
Era alta (todos los eran) y tras sus gafas, su velo y su hábito blanco cubierto con un delantal
azul celeste, ocultó su edad, bien podría
estar en sus veintitantos o en sus treinta y muchos o posiblemente en sus
cuarenta y pico, un completo misterio, me
imagino que ese es un regalo que da el
dios cristiano a sus sirvientes, el don de la edad indeterminada.
Para
ser monja tenía una maravillosa afición por la música y el baile. Aunque solo fue un año de kínder y por razones que se explican en procesos
cerebrales complejos sobre percepción temporal, aquel año fue un enorme lapso de tiempo, como toda una vida
dentro de la vida, la cual disfrute a no
dar más. Se empecinaba en enseñarnos cualquier variedad de
coreografías de vals y no sé qué más
ritmos europeos, embutiéndonos en trajecitos coloridos ajustados al cuerpo,
dando salticos con aros en las manos en unos círculos de color amarillo que
había dibujado en la cancha; girando, saltando de derecha a izquierda, adelante
y atrás, solo o en compañía de la niña de ojos verdes y cabello rubio, cada día, todos los días… que suerte tuve que
en aquel entonces el reguetón solo era una hipotética pesadilla futurista y que la monjita poco sabia de ritmos
tropicales, cuál hubiese sido mi sufrimiento con cumbias, bambucos, guabinas
o Wisin y Yandel. Sé que la memoria es poco fiable, pero
recuerdo que me enseñó los números hasta el catorce (me percaté de ello cuando
en una tarea de matemática descubrí que todas las sumas de 7 + 7 daban lo mismo, ¡era increíble!)
también de su mano descubrí que al
pintar la bandera de Colombia, si no se tenía cuidado al repasar con tempera
los bordes amarillos y azul aparecería el verde, era como magia. Posiblemente fue la monja más activa de la
comunidad; era la encargada de administrar el preescolar, tocaba el viejo
órgano de la iglesia inundando el templo con sonidos graves y sostenidos que
despertaban las golondrinas del techo, organizaba el coro de la parroquia y así como a nosotros nos ponía planas de
matemática, a las señoras les ponía a
practicar el canto y trascribir los himnos de la misa, a nuestro señor Jesucristo se le
cantaba bien, bonito y con fuerza. La navidad la engalanaba con todas las de la
ley; guirnaldas y bolas de cristal
reluciente, pesebres coloridos, panderetas, moños, villancicos y tunas…si tunas
en un pueblo perdido en las montañas. De
algún lugar sacó un montón de tambores,
triángulos, trompetas y trajes coloridos, con los cuales uniformó a los adolescentes
del colegio y creó la banda de guerra, al día de hoy no sé cuántas melodías se
entonaran, pero la que ella armó, la que organizó en escuadrones de a cuatro,
con la marcha de dos pasos adelante y uno atrás, siempre fue la misma, ceremonial y contundente, dos o tres melodías repetitivas y vitales
como los latidos del corazón; con ella se le daba el toque de importancia y
sobriedad a cuanto suceso se desarrollase en el pueblo, desde la celebración de
las fiestas patrias hasta la siembra de un árbol. Lo último que supe de ella fue que viajó (o
fue enviada) al Perú, no sé si aún está allí, si aún vive o ya murió.