latecleadera

martes, 24 de noviembre de 2015

Sin título # 2

fredy polo

Suelo escribir lo que sueño…bueno, lo que someramente recuerdo haber soñado.  

Algo curioso con los sucesos oníricos es su capacidad de manipular el tiempo, de hallarle sentido a lo que no lo tiene  y por último, de desaparecer en el olvido con los primeros rayos del sol cual  nosferatu desvelado.   Hace cerca de dos años, un acomedido ladrón  se llevó mi portátil y con él centenares de páginas que durante meses y posiblemente años había cultivado de una manera burda y gramaticalmente incorrecta, simplemente una fuga de ideas a altas horas de la noche.  Por suerte mucho se salvó gracias a las copias en otro computador, algunos discos y copias de seguridad en los correos. Y estando en la tediosa labor de revisar lo escrito me encontré con este sueño que lo había dado como perdido, perfectamente clasificable como pesadilla.

Hay un sueño diferente a los demás, es un sueño apocalíptico,  lo particular de este es que en el no hay esperanza. Por regla general en todo sueño, y ante la inminencia de cualquier amenaza siempre hay una vía de escape, un punto firme, o al menos un camino que pueda llevar a un hipotético lugar de seguridad.

Era un vida  normal, trabajaba como lo que soy, un médico; vivía en un una ciudad a semejanza de Neiva, solo que con un clima menos tropical y horizontes más extensos.  Había un gran edificio de paredes monocromáticas alternas y una sobriedad típica de una clínica.  La noticia la escuché por primera vez allí, como un simple comentario farandulero, un chisme de pasillo, algo anecdótico. 

Los días pasaron, vivía con mi esposa, desconozco si Ángel -mi hijo-,  ya estaba entre nosotros.  Luego la noticia tomó más eco, y la incertidumbre inició.  En un televisor de tamaño medio un corresponsal extranjero daba los pormenores del tema.  Una gigantesca mole de piedra, un planetoide algo menor que la luna,  aparecía de los confines del universo y discreta pero invariablemente tomaba rumbo de colisión hacia la tierra.  Era poco creíble lo que allí se decía, ¿cómo podría eso ser posible?  Una esperanza infantil surgía por todos lados, siempre habían existido los problemas y amenazas y por muy complejos que estos fueran, siempre se encontraba la solución.   Pero los días pasaron y la solución no llegó.  Todos los medios de comunicación se desbordaban sobre el asunto, el choque era inminente, cuestión de días.

Yo estaba de nuevo frente al  edificio, como si nada fuese a ocurrir,  ocasionales personas cruzaban los pasillos, la mayoría guardias, esporádicamente se escuchaban los pasos de alguien que corría por algún lado y cosas que caían al suelo que nadie estaba interesado en recoger.  En la incongruencia del sueño, algo bestial acechaba al ingreso del ascensor, del cual me pude escapar por un pelo, para finalmente   llegar a lo que debería ser una oficina en los pisos superiores, al parecer mi sitio de trabajo, allí,  junto a algunos compañeros frente a un televisor inmenso pegado a la pared veíamos las noticias mundiales;  desordenes y confusión por todos lados, ideas locas que permitiesen la salvación salían de todas partes.   Había unos ventanales enormes que permitían ver la ciudad y el horizonte en un ocaso permanente perdiéndose a lo lejos,  no se observaba nada particular, ninguna señal cósmica del planetoide, solo un sol en caída junto a nubes arreboladas en furia, una imagen tranquilamente apocalíptica.  Luego aparecieron en la pantalla los posibles escenarios del impacto, y en todos ellos no se albergaba ninguna esperanza, el más optimista vaticinaba una conflagración mundial, un impacto oceánico que terminaría con un cielo en llamas, un planeta de fuego y lava removiéndose por todos lados,  era posible que solo un pequeño punto, el más alejado  del impacto escapara a su furia, ¿cuál era? nadie lo sabía.

Salí de aquel sitio,  ya solitario,  en busca de mi familia, esta vez solo busque a mi esposa y por la congoja en mi pecho también a mi hijo,  todos los demás  habían desaparecido.  Llegue a casa, una trasmutación onírica que nos dejaría en la casa del pueblo,  allí, en ese atardecer eterno se tuvieron nuevas noticias, ya se conocía el sitio del impacto y el nivel de destrucción que causaría.  El choque despedazaría la tierra, ese sería el fin de todo, después de ese instante lo que habíamos considerado nuestro hogar cósmico no sería más que infinidad de rocas dispersas por el espacio, la nada total.  En un arrebato intelectual me pregunté como se sentiría el impacto si este se producía del otro lado del mundo, ¿que se sentiría en la fracturación del planeta y la perdida de la gravedad? ¿Cómo sería el escape de la atmósfera? ¿En cuánto tiempo moriríamos? Pero algo que aun  más me aterraba era el  hecho de saber que todo lo que la humanidad había alcanzado, todo lo que la naturaleza durante millones de años había logrado simplemente se esfumaría.  Por primera vez sentí el temor no solo a la muerte de mi cuerpo, algo que todos teníamos presente y a lo que nos gustase o no nos habíamos adaptado, sino a la muerte de todo lo que habíamos sido como seres vivientes,  la muerte final, ya no había sustrato ni sustento para cielos, infiernos o ruedas karmicas, ya no había nada sobre lo cual aferrar una idea, solo piedras a la deriva eterna.  Con tristeza vi a lo lejos un hombre  orando a dios, pues este dios impotente también perecía con nosotros.  Luego con el paso de las horas en el atardecer eterno, (o un posible amanecer sin fin, no lo sé) cuando un grupo de nubes se disipó,  vimos  claramente al destructor de mundos;  una pequeña estrella  semejante a Venus al lado del sol.

Faltaba menos de un día para el impacto, aquella estrella aumentaba de brillo y tamaño, aunque nunca eclipsaba la majestuosidad de un sol indiferente,   ¿dónde sería el impacto?  ¿Vería caer esa cosa sobre mi cabeza?  Por un instante pensé que sería bueno ver el final de todo, igual, ya no había un tiempo después para lamentar o sufrir; ese deseo de estar en primera fila para la última y gran función en cierta forma me llenó de una extraña valentía,  pero luego me vi al lado de mi esposa  y mi hijo.  Llore amargamente, no quería que ellos acabaran, no quería que su historia llegara al  fin, la mía no me importaba, pero no la de ellos, no era justo.  Comprendí que aquí no había cabida para la justicia ni la esperanza,  solo era la realidad. 

Preparé una mezcla benzodiacepinica,  si moríamos, no lo haríamos sufriendo, si todo terminaba que fuera a su lado, pero tranquilos y en paz.  Le comente a mi esposa y ella estuvo de acuerdo.   




A eso de las seis de la tarde, en ese atardecer eterno, la hora llegó, no quise ver a lo alto, pero una sombra parecía apresurar la noche,  los tres tomamos el líquido que había preparado, nos acostamos en una cama, ubicada en el corredor, al lado de los geranios, las orquídeas y el piso de baldosa multicolor.  Ángel fue el primero en quedar dormido,  en su rostro había tranquilidad, probablemente soñaba algo agradable,  Nory le siguió, la dosis era alta, pasase lo que pasase no despertaríamos,  tomé la mía, me acosté en la cama y los tres nos abrazamos, lo último que recuerdo fue algo como un gran huracán, un viento fuerte moviendo mis cabellos.


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