En la entrada principal de la
casa vieja, unos cuantos centímetros por
encima del dintel, reposa tranquilo desde
hace años un cuadro inmune al paso del tiempo, protegido de los descolorizantes
rayos solares, ajeno a la lluvia y
posiblemente también al polvo, hogar de generaciones de arañas minúsculas de
patas largas y picadura insípida. Nunca
supe quien lo puso, permanece en ese sitio desde que tengo memoria y hasta
donde recuerdo nadie lo ha movido de allí.
Centrada, entre contrastes de blanco y negro se ve la imagen
de un hombre en sus treinta y tantos años, algo obeso, con gafas redondas y mirada
fija y filosofal.
En algún momento perdido en mi
memoria pregunté a mi tía abuela quien era él; ella respondió que era el mártir
de Armero, un sacerdote que muchos años
atrás había muerto a manos de gente mala, todo por aquello que aparecía bajo la
foto. “deseo morir por cristo y su fe”.
En la casa se ejercía una
especial devoción hacia este hombre, encontraba estampillas con su imagen por todas partes, a tal punto que en
ocasiones las utilizaba como material de construcción para los castillos y
guaridas en mis juegos. También estaba
rodeado de pequeños relicarios de baja
calidad que guardaban en su interior pedacitos de tela negra, según me contaba
mi tía (y luego yo lo contaba a mis amigos) eran reliquias de este santo hombre
y servían para todo; eran mágicas y
poderosas. Yo había visto como las sumergían en vasos con agua que luego daban de beber a enfermos que días después (me imagino) se
levantaban de sus camas como si nada hubiese pasado. Pero antes de continuar con todo aquello que
desembocó en tizanas paranormales, sería bueno dar un repaso a la biografía de
este cura.