Empecemos por decir que yo del
mundo de la perfumería solo sé lo que el libro y película “el perfume historia
de un asesino” de Patrick Süskind, nos
ha enseñado. Soy un invidente olfativo,
para mí un Chanel No 5, un Paco Rabanne o un Dior están en el mismo racero de
un Yanbal, un Esika o un Suavitel. Aun soy de los que se niegan a utilizar champú
EGO para hombre, temeroso de terminar
usando después: gel, Acondicionador,
crema humectante para el cuerpo y para las manos, jabón para el cuerpo y para
las zonas intimas, exfoliantes,
suavizantes, crema antiarrugas, tinte para las canas, delineadores,
tonificadores, y máquinas de afeitar para barba con barrita de aloe, para las
axilas con manzanilla, para el pecho con sábila y para la pelvis y el culo con
menta, claro todos estos productos de la
marca MACHO. Mis incursiones cosmetológicas se limitan a todos aquellos
menjurjes que enmascaren el natural
aroma de macho alfa dominante que queda después de un día de trabajo bajo el
candente sol del valle de las tristezas: polvo mexana para la pecueca, el
antitraspirante en oferta en el supermercado para la chucha y la loción de
turno de la revista de catálogo. ¿Y a qué
viene todo esto? Cierto día sentado en
el consultorio, divagando sobre la ecuación de Drake y la paradoja de Fermi,
entró una paciente y con su aroma impregnó todo aquel recinto; era algo denso, algo dulce, algo caliente y
sofocante, pero principalmente, era algo que me evocaba épocas de mi niñez cuando aquel aroma se mezclaba con el sudor en
las misas del domingo, o cuando llegaban de visita a la casa mi bisabuela y mi tía
abuela para departir el desayuno
dominical o cuando entraba a casa una señora toda encopetada, cubierta de
chales y rebosos, acalorada, sudando gotas gruesas que se escurrían por su
frente y presta a realizar las suscripciones a la liga del mártir de Armero. Este aroma tan familiar, tan nuestro, tan
arraigado en nuestra área olfativa es el aroma de TABU, el perfume
prohibido. Y esta es su historia.
domingo, 19 de abril de 2015
jueves, 2 de abril de 2015
Confieso que he pecado
Curiosamente me gusta la semana
santa; me gusta entrar a los templos
católicos y verlos repletos de gente mascullando oraciones de un lado para
otro, me gusta ver las imágenes de santos erguidas en sus caballetes y
engalanadas con flores y adornos de papel, me gusta el olor a incienso y el
vuelo de las golondrinas sobre los candelabros luminosos del techo. Cuando puedo pasar la semana santa en mi
pueblo, suelo salir en las noches en compañía de mi hijo a ver las procesiones
por las calles silenciosas, cuando puedo me uno a ellas y me dejo embriagar por
el susurro de voces que siguen una sola melodía grave y en ocasiones disonante,
al compás del sonido que dejan los pasos en el asfalto polvoriento, el llanto
ocasional de algún niño y el ladrido de los perros en las casas cercanas.
La semana santa me gusta porque me trae a la
memoria los tiempos de mi niñez, cuando junto a mis tíos abuelos, católicos a ultranza, los
acompañaba a cuanta ceremonia o evento religioso se realizara, para la mente de
aquel niño, aquello estaba lejos de las reflexiones teosóficas, cosmogónicas y
morales posteriores, ese solo era un lapso de tiempo en donde aquel mundo
vaporoso y mágico en el cual reposaba el
dios que me habían inculcado -un dios austero pero bondadoso- bajaba de su
espacio sin lugar y se diluía en cada figura de yeso, en cada cuadro pintado,
en cada flor de lirio y hoja de palma, en cada cantico y en cada oración
profesada por el sacerdote de turno. Por
suerte alcance a vivir aquel último coletazo de los tiempos que contaban los
abuelos en donde todo era prohibido, en donde todo lo que se sublevara contra
el rito de rigor sería debidamente castigado por el maligno, que como en
ninguna otra época, andaba más atento, merodeando por los ríos y las montañas a la
espera de los infractores. Creo que fui
de la última generación que aspiró aquel
humo de incienso que provocaba una extraña reacción en el cuerpo, que hacía que
la verga del hombre permaneciera pegada a la cúpula vaginal como perros
callejeros hasta la deshonra el viernes santo.
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