Solo en contadas ocasiones reparo en los sonidos agudos y en desordenada armonía que múltiples
animalejos emplumados desperdigan por los árboles que quedan cerca a mi casa o
a lo largo del camino hacia el trabajo.
Aunque en ocasiones su canto tiende a ser un poco monótono,
logran transportarme a las épocas de mi niñez cuando en la casa vieja los conciertos en las ramas de los árboles
eran el pan de cada día.
Mi tía abuela tenía como afición coleccionar plantas de flores y pájaros
cantores. Ahora puede que me resulte un
poco chocante ver estos animales enjaulados, pero en aquellos tiempos lo consideraba
algo normal. Teníamos una docena
de torcazas que correteaban por el patio y que poco a poco desaparecieron a
expensas de los gatos de las casas vecinas,
debo confesar que fue un alivio,
pues al caer la noche había que meterlas a una jaula inmensa y guardarlas; al principio fue una labor divertida para un
niño de cinco años pero con el paso de los días la diversión se trasformó en
trabajo y perdió su encanto.
esta solo era una parte de aquel zoológico casero, sin incluir las dos gallinas ponedoras que vivían en un chiquero de alambre y madera, se contaban unas seis jaulas colgadas en el
corredor donde habitaban distintas aves;
los “inquilinos” más frecuentes fueron los toches y las mirlas que por años
nos acompañaron; de los toches dos
murieron de viejos y dos escaparon, aves que aparte del colorido canto tenían
una increíble inteligencia, y hasta cierto punto socializaron con los
habitantes de la casa, o mejor, con la
dueña de la casa pues a mí solo me esperaba un doloroso picotazo.
Las mirlas y embarradoras aunque no eran coloridas como sus vecinos
tenían a su favor la multitud de tonalidades en su canto, y fue una de ellas la última inquilina de la
casa, salió de su jaula con rumbo
desconocido pocas semanas después de la muerte de mi vieja y podría jurar que durante varios meses
revoloteó por las ramas de los naranjos del patio en espera de la llamada de su
antigua ama. Los azulejos, cardenales y bichofues fueron habitantes temporales, pero su carácter
un tanto salvaje y pendenciero fue causa de su rápida fuga. El
iracundo loro llamado Roberto (como muchos loros) desapareció poco antes de la
muerte de mis tíos, no recuerdo si murió de viejo o simplemente alzó vuelo y se
perdió en las arboledas que rodeaban el pueblo.
En un día cualquiera, si se apagaban todos los aparatos
eléctricos y uno se sentaba en la silla mecedora de la sala, veía como los azulejos formaban pleitos en
las ramas de los naranjos vecinos, mientras cardenales bajaban en picada al
borde de la alberca en busca de su ración de banano; los bichofues llegaban en la tarde, cazaban
alguna cucaracha del jardín, proclamaban su proeza y salían raudos sobre los
techos, mientras algún cucarachero recorría
a saltos cortos la tapia en busca de hormigas. Los pichortis hacían nidos en las ramas altas
de los golgotas mientras colibrís
golpeaban con fuerza su reflejo en el espejo,
en lo alto decenas de chulos surcaban el cielo con parsimonia y al caer la noche una algarabía insoportable de pajaritos amarillos despedían el día con un agudo y monótono
canto. En las noches, cuando todo el
mundo dormía se escuchaba el grito de
alguna anónima ave cruzando el cielo, no
sé si lechuzas, búhos u otra ave
nocturna. En ocasiones, cuando
visito la casa vieja y la media noche se acerca, estas
aves sempiternas sueltan sus graznidos bajo el manto de estrellas, como brujas
díscolas de esas que narran los cuentos de los abuelos.