Tuve mi infancia en los aciagos
años 80s, con mi peso rozando peligrosamente la línea del percentil más bajo
del carné de crecimiento y desarrollo, y que gracias a la bienestarina nunca
pasó de allí (la misma con la que ahora engordan los marranos) la que sabe a pobreza y miseria según el catador
de vinos de la revista SOHO. usando la ropa heredada de mis tíos, con dos o
tres remiendos, los zapatos casi rotos
en la punta, un trompo y algunas bolas de cristal en los bolsillos y la
medallita de la inmaculada concepción debidamente amarrada en mi cuello con una
piola. En resumidas cuentas un niño más
de pueblo. Inolvidables y felices tiempos. Y en aquel calendario que regía mi vida; el cual iniciaba con las fiestas de año nuevo,
pasando por la entrada a la escuela, la semana santa, las ferias del pueblo, el
san pedro y por último la navidad, había un día que se colaba entre todos esos
ilustres acontecimientos y cobraba singular importancia. El 31 de octubre, el día de las brujas.
En los días previos, las tiendas
se llenaban de trajes y máscaras, nosotros, simples mocosos que salían de
clases, con la mirada perdida en los estantes, soñábamos con aquellos disfraces
de personajes de la tv. Yo sabía de
antemano cual sería el mío, la eterna mascara del chapulín colorado, que año
tras año me regalaban mis tíos abuelos;
inusualmente enorme para mi pequeña cabeza, con sus dos antenitas de vinil que rápidamente se perdían y ajustada fuertemente con un peligroso caucho
que servía de resortera cuando todo terminaba. Ese día salíamos a la calle portando solo esa careta de plástico tieso y
frágil, en ocasiones levantando un poco la cabeza para ver por donde
caminábamos y en otras quitándola completamente
para poder respirar cuando el calor sofocaba. Solo los niños de las
familias pudientes salían con su traje completo, pero eso no nos importaba,
lejos de envidiarlos, los admirábamos, era grato estar en compañía de
Mazinger Z, un Cantinflas improvisado, la máscara del chapulín colorado (yo) y
un hombre lobo (la máscara claro está).
Se pedían dulces, muchos viejos
tenderos solo se dignaban a tirar mentas a la horda infantil, como quien tira
maíz a las palomas; pero entre toda aquella algarabía y desorden se pasaba de
lo mejor. A quien le importaban los dulces
si había la opción de corretear por las calles tratando de ser uno de los
tantos superhéroes que salían en los muñequitos de la tv los sábados en la
mañana.