No midamos
la vida según el numero de años o días que caben en el breve espacio de tiempo comprendido
entre el deseo furtivo de nuestros padres y la agonía de la última bacteria
sobre nuestros huesos.
Nuestra existencia se mide en atardeceres, en todos y cada uno de los atardeceres que podamos recordar:
Aquellos de las épocas
de verano e incendios en lontananza,
el atardecer de los
tiempos de bruma asfixiante,
de invierno
torrencial y nubes profetas de tormentas.
La vida
vale el peso del polvo de cada estrella fugaz que en algún momento alcanzamos a
vislumbrar,
se calcula
según la familiaridad con las constelaciones
y en la
justa medida que marca el compás del aleteo de las aves nocturnas con cada
latido cardiaco.
La vida es
reconocer el canto del pájaro que da bienvenida al amanecer
La vida es
respirar el aire frio que se levanta de los pastizales y bosques cuando las
cigarras entonan su última melodía.
La vida se
mide según la profundidad de las arrugas que surcan el rostro
Según la
palidez del cabello o su impropia existencia.
La vida se
cuenta según las veces que pensamos en la muerte
Según el cálculo
algebraico de los instantes que hemos creído entenderla
Y según la
relación algorítmica de lo poco que la deseamos, así la esperemos con ansia en
todo momento.
No más
calendarios
No más
manecillas del reloj
No más
cercos
Ni mapas
No más
humanidad.
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