latecleadera

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Onírico botánico al anochecer


fredy polo


En un mundo alterno, en una realidad ajena, en una vida onírica yo era lo que en algún momento quise ser.

Era joven (sin que ello quiera decir que ahora sea viejo)  pero sin lugar a dudas aun corría por mi ser esa energía vital y aventurera tan usual de los años post adolescentes. Una mente ingenua y arriesgada en busca de impregnar su cuerpo de experiencias  mil.  Algo que necesariamente aún no tiene por qué ser ajeno.

En algún momento de la historia me vi recorriendo lugares desconocidos mas no peligrosos, un aventurero más: montañas inmensas, caminos eternos, ciudades distantes, sonrisas desconocidas, el frio que siempre entra por las aberturas de las ropas e impregna la piel con una exquisita sensación de incertidumbre, un frio que cala los huesos y es el mismo que desvela el sueño del hombre que por su propia decisión duerme en cualquier lugar.  Una somera sensación de vacuidad, de no ser nada, de ser una brisa recorriendo espacios sin descanso, de ser en el buen sentido de la palabra un demonio, un ser etéreo, un ser de soledad bien llevada.   Así me vi, joven y sin camisa, con el pelo enmarañado, con la barba espesa y larga.   Qué hice en aquellos lugares, con quien hable, qué comí, es un completo misterio, el sueño se diluye en situaciones sin sentido, da saltos, se profundiza y  luego flota en una pre conciencia  al borde del equilibrio.   Finamente regreso de mí peregrinar, no sé si con deseos de retomar otro camino o de echar raíces.  Aparezco una tarde próxima al anochecer  o en una madrugada incipiente.  Hay pocas personas,  algunas  simplemente se limitan a sonreírme y me saludan.  No hay estrellas, no hay sol, solo hay unas nubes acogedoras que cubren todo con una luz opaca, como si se tratase del preámbulo de un eclipse.  Todo  está tranquilo, hay paz por todas partes, no hay dolor, no hay miedo, no hay odio. Aparezco de la nada materializándome de una ráfaga de aire en uno de los brazos del parque, el samán me saluda con una escasa lluvia de hojas.  Alguien me dice algo, yo respondo algo, una charla sin importancia.  Todo parece joven, no sé si aún están los antiguos crotos, pero estos aún son pequeños, hay verde de vida, hay abundancia vital organizada.  Camino tranquilamente a casa, las calles limpias y solitarias repiten el eco de mis pasos, alguna bombilla de luz blanca, casi azul,  se enciende en algún poste,  todo es tan corriente, tan familiar, como si nada hubiese pasado.

La puerta de la casa está abierta, nunca está cerrada para mí, a pesar de llegar como un visitante, como un extraño,  como un niño de cuatro años antes de tejer historias en sus paredes.   Entro,  tía se escucha en la cocina, me ve y me saluda con cariño, de algo hablamos, cosas cotidianas, es joven aun, su cabello aun es oscuro  y su voz retumba al compás de sus carcajadas,  tiene ropa de tela gruesa y cálida,  no veo a los perros, aun no es su tiempo,  tío aun no llega del campo. La noche ya casi cae.  Salgo al patio.  Ha cambiado.  Soy consciente que ha pasado mucho tiempo, que cuando partí el mundo del ahora partió conmigo y con él el recuerdo que llevo de todo,  esta es una nueva historia, un cruce de posibilidades.  El árbol de hojas blancas que antaño se levantaba contra la tapia y que a lo lejos enredaba sus ramas con los cerros desnudos y sobre los cuales posiblemente sobrevolaran los platos metálicos primigenios ya no está,   esa es una señal temporal de donde pudo dividirse aquella realidad,   en su lugar está el gólgota de hojas blancas que hace unos años sembré,  pero ya es un árbol fuerte, ha crecido tanto como su antecesor, pero a diferencia de este, no es un solo tronco sino una ramificación de maderos saludables, es imponente.   El árbol viejo del centro aún está en su sitio, evadiendo la muerte, con sus ramajes llenos de insectos y con flores ocasionales,  pero cerca a él parece ser que están los restos de otro árbol que pudo ser este mismo en una extraña transposición de realidades,  un solo tronco pudriéndose lentamente dejando un espacio vacío y de claridad en el jardín,   yo me pregunto por qué se secaría, mientras tía me explica algo  y me enseña los nuevos árboles y las nuevas plantas que han nacido, indiscutiblemente el patio ha cambiado, el antiguo arquetipo  fue roto y uno nuevo, no mejor pero tampoco peor está en su sitio. No me altera esto, es la respuesta de la casa y sus habitantes a mi ausencia, es su nueva realidad que no interfiere en nada con su esencia, es igual a estar en un sueño.  Luego voy a la pesebrera y veo al viejo naranjo, aún está en pie, me alegro por ello, aunque muchas de sus ramas secas se elevan  a la noche, pero sigue vivo, como un testigo del pasado y del futuro que no fue pero que traje conmigo. 


La noche cae, el sonido de las campanas, la brisa que mueve las ramas, el canto de los grillos, las estrellas en lo alto, alguna llave dejando escapar un incipiente chorro de agua en una casa vecina, tía preparándose para salir, yo allí, preparándome para ser el niño que sueña, el adolescente que sueña,  el hombre que sueña….luego despierto.


* serie "oniricos" versión prosa.  inedito 

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