latecleadera

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Simplemente recordando



Alfonso siempre tenía algo particular para decir o para hacer,  poco se sabía de su pasado, o tal vez poco había averiguado sobre él.  Pasaba su vida en un cotidiano deambular por las casas de aquellos que  en épocas de pasiones y  juventud  habían sido sus amigos o patrones,  pertenecía a aquel grupo de personas que nunca pudo echar raíces en algún sitio, más que por falta de oportunidades, por esa incapacidad de llegar a ser una persona ajena a la vida de los demás.  Llegaba siempre en el momento menos esperado  pero  era recibido con agrado y su plato de comida siempre estaba preparado por si acaso.  El primero en recibirlo era el perro de turno que entre saltos y algarabías caninas  daba noticia de su llegada.   Dormía en ocasiones en la habitación que me servía de área de juegos, o si esta  por alguna razón estaba ocupada por algún inquilino, lo hacía en el sillero, donde tendía un catre sonoro y al amparo de la luz de una vela, bajo los aperos y frenos de caballos, cerraba la puerta y dejaba para si esos escasos momentos de privacidad en casa. 

Era moreno y lampiño.  Con una barriga de buena vida,  el cabello negro  pulcramente peinado y un diente de oro que  sabía relucir, pues siempre esbozaba una sonrisa un poco conformista.  Reía a carcajadas de todo y de todo conocía  un poco;  él fue quien me dijo cuál era la capital de los Estados Unidos y me recitó muchos de sus presidentes;  mi tía decía que cuando era joven sabía tocar la guitarra y el acordeón pero que nunca finalizaba su función pues terminaba ebrio, recostado en cualquier árbol,  profundo como una cuba.  También era un artesano y autodidacta admirable;  si alguna silla se dañaba el encontraba la manera de arreglarla, construía jaulas de alambre y aparatejos en madera;  en sus momentos de ocio pasaba horas y horas tejiendo chiles de pesca mientras mascaba un tabaco oscuro que mitad comía, mitad fumaba.  Fue  quien me mostró por primera vez como se fundían  pedazos de plomo para convertirlos en el peso de sus redes mientras contaba historias de esas que solo se le ocurren a aquellos que viven a la orilla del río - allí era donde vivía- cerca de la finca de don Rafico y doña Isabel,  y fue por él que  los conocí,  a ellos y a sus hijos, de los cuales solo recuerdo a Serafín porque tenía una guitarra chillona de la cual trataba  sacar acordes sin mucha suerte. 

En ocasiones llegaba a la casa con sus instrumentos de mago  o mejor de peluquero, pues esta era otra de sus artes, y mi cabeza era uno de los lienzos donde plasmaba su obra,  no muy a mi gusto por cierto,  demoraba horas en ello y siempre en un extraño ritual de  máquinas,  tijeras y hojas de cuchillas, para terminar siempre en el mismo resultado,  un corte que años después sería llamado corte mate. 

También era aquel que traía la música a la casa y siempre en una grabadora lo más vistosa posible,  donde entre luces de colores dejaba escapar acordes de cumbias y vallenatos viejos y algunas canciones de Noel Petro.

Dentro de las cosas que  celaba estaban dos pequeños baúles que había construido; en uno guardaba todas las herramientas de peluquero  y en el otro guardaba recortes de revistas, pequeñas libretas,  un espejo en cuyo reverso estaba la foto de una modelo desnuda, blanca como la nieve, de piernas largas y firmes que terminaban en unos zapatos de tacón, un pequeño balón en sus manos, a la altura del abdomen, un bello vello púbico oscuro y tupido,  unas tetas pequeñas y redondas con pezones rosados y una mirada picara estampada en un rostro fino y armónico coronado por una cabellera negra,  era una mujer preciosa y tal vez fue una de las primeras imágenes de una mujer desnuda que yo hubiese visto.    También tenía un recorte de periódico donde mostraban las imágenes en cera de guerrilleros de antaño, ya muertos,  y daban una pequeña reseña de lo macabra de su vida;  era curioso como en un solo baúl podía  existir tan variado y exuberante material visual para un niño como yo.  Por desgracia nunca supe en que consistían los demás papeles, pues en pocas ocasiones dejaba ver lo que allí había,  y siempre dejaba todo cerrado con candado y llave, y para completar el misterio, en alguna de las dos cajas dejaba una piedra de alumbre,  que por cierto tenía un pésimo sabor.

Con el paso de los años, su incipiente sordera se fue haciendo más notoria, de modo que siempre que se le hablaba había que elevar la voz,  y  esos mismos años que pasaron hicieron que las hijas de Isabel crecieran y dejaran de ser niñas como yo y se convirtieran en mujeres de dudosa moral -a mi parecer y al parecer de mis tíos-  por rumores que traía el viento que viene de las orillas del río, que decían que Alfonso ya casi no venía a casa porque siempre se lo pasaba en casa de Isabel en compañía de alguna de sus hijas,   dejando que se le sentaran en las piernas y donde él les daba mezquinos besos en la boca.    Pasaron los días y Rafico e Isabel se separaron y cada quien tomó su camino;  los hijos siguieron el rumbo de sus vidas, y ella tal vez con alguna de sus hijas empacó maletas  para otra finca,  Alfonso fue con ellas, y  con el paso del tiempo no volvió a mi hogar; en algunas de sus llegadas a casa anteriores a su ida, fue sacando todo lo que tenía, incluido los dos baúles, y dejo solo el catre por si algún día regresaba.  Creo que no volvió, pues poco tiempo después  mi tío enfermo y murió a los pocos meses,  no lo vi en el entierro; años después tía murió y tampoco estuvo allí.  Es probable que ni siquiera se enterara de la muerte de sus viejos amigos de aventuras.   De todas las cosas que algún día hizo en casa ya poco queda,  el chiquero lo destruí al morir mi tía pues ya no había gallinas para criar y solo producía ratones y cucarachas,  la reja del perro  también cayó en el olvido y la basura, todas las trancas,  jaulas y artilugios que adornaban la casa ya no existen,  lo único que queda es el asiento de patas largas y espaldar chico en el cual me sentaba para cortarme el cabello, ahora, solo sostiene unas cobijas viejas, encerrado en la habitación en la cual dormía arrullado por el sonido de su grabadora y las luces de colores de los parlantes.

Hace unos meses, cuando la familia nuevamente se reunió para llevar a mi abuela a su última morada, en una visita a un ancianato de un poblado vecino lo encontraron.  Días después fui con mis padres a visitarlo;  superando los noventa años, el cabello cano, curiosamente no tanto como el mío, un bordón sosteniendo su humanidad y un caminar tranquilo.  Al saludarlo me miró con sus ojos algo azules por las cataratas, algo extrañado, preguntándose quien carajos era, reconoció a mi mamá  y al verme nuevamente una sonrisa iluminó su rostro, sus ojos se aguaron y apretó mi mano fuertemente mientras repetía mi nombre. Preguntó por mi vida, y yo se la resumí lo mejor que pude, mas con señas que con palabras. Luego preguntó por mis tíos, le dije que habían muerto, al igual que mi abuela, guardo silencio, bajó su mirada y mascullo alguna frase inentendible, una frase parecida a la que dijo mi tía en los últimos momentos de lucidez cuando se enteró que su vecino y amigo octogenario había muerto, me pregunto si algún día podre recitar aquellas frases inentendibles  que solo los ancianos pueden decir  cuando ven partir uno a uno a todos aquellos que conocen. Después me preguntó por la casa, si la había vendido, le dije que no, entonces preguntó por los taburetes, los baúles, las jaulas y cuanta cosa había elaborado en aquellos tiempos, le respondí que poco quedaba, soltó una carcajada y me dijo que todo tenía que acabarse algún día, me contó algunas cosas de su vida que difícilmente logre entender, como que todos sus chiles habían sido robados, al igual que su pedazo de tierra al lado del río.   Finalmente nos despedimos,  y el viejo que antaño tocaba el acordeón, cortaba cabello, sabía quiénes eran los presidentes de los Estados Unidos, fundía plomo para redes de pescar y narraba historias de seres fantásticos a las orillas de los ríos, quedó a la entrada del asilo, en compañía de unos viejos más jóvenes y decrépitos que él, sonriendo alegremente, mientras el sol del atardecer se reflejaba en su diente de oro.

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